REMEMBRANZAS berzocaniegas. Domingo de Ramos
Pueri Hebraeorum, portantes ramos olivarum, obviaverunt Dominus, clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis. Los niños de los judíos, llevando ramos de olivos, salieron al encuentro del Señor; gritaban y decían: ¡Alegría en el cielo!.
El canto latino del Domingo de Ramos me llega envuelto en revuelos de ramos de olivo y el tono agudo de la voz de don José al que ponía contrapunto mi padre, Juan Luis el sacristán. No recuerdo Domingo de Ramos alguno con lluvia, que seguro que los había, todos me llegan plenos de sol y luminosidad.
Era de los denominados entonces domingo gordo. Aquellos que destacaban entre el resto de los domingos del año y que se plasmaba en la solemnidad de los ritos religiosos. Era también domingo de estrenos. No de películas, eso quedaba para las capitales. Era domingo de estreno para el pueblo en general y para los niños y jóvenes en particular. Tampoco hacía falta gran cosa, a veces un pañuelo, unos calcetines bastaban. En otros casos era un jersey, una camisa o unas calzonas. El caso era estrenar algo y eso lo hacían niños y mayores. Recuerdo que en una ocasión lo pasamos en grande en la pandilla. A una de ellas, no recuerdo muy bien quién en concreto, pero creo que fue Candela le regalaron un velo (tela de encaje con la que las mujeres se cubría la cabeza para ir a la iglesia) que ella mostraba orgullosa porque era “muy bonito” mientras nosotros lo tomábamos a pitorreo porque “vaya un regalo más tonto”.
En la procesión las filas marchaban rectas y disciplinadas: niños de las escuelas escoltados por los maestros; las niñas con sus maestras; las mujeres más jóvenes, las mayores, el cura y, detrás, en tropel, todos los hombres.
Abundaban los ramos de olivo aunque había algunas palmas. Eran verdes y redondeadas, nada que ver con las trabajadas de ahora. Me causaban envidia las que llevaban don José, el cabo comandante de puesto de la Guardia Civil; el alcalde, don Bernardo, y mi padre en su calidad de sacristán. Eran grandes y amarillentas y lucían muchísimo.
Tras recorrer el pueblo, cuando el cura iba a llegar a las puertas de la iglesia, un monaguillo cerraba éstas. Mi padre se metía dentro y el cura se quedaba fuera. No entendía que significaba aquello. Don José entonaba una estrofa desde fuera y mi padre contestaba desde dentro. Como todo era en latín nos quedábamos a oscuras del diálogo.
En un momento determinad,o el párroco daba con el tronco de la palmera en las puertas y estas se habrían. Entonces entraban todos en la iglesia.
Recuerdo que algunos años, al salir de misa, marchábamos mis primos Juan y Manolo Portales a los cercaos de la Concepción por aquel entonces todos sembrados. Clavábamos en el suelo, entre los campos de trigo, los ramos ya bendecidos para que “alejasen las tormentas y el granizo” y no se estropeasen las cosechas. Otra gran parte de ellos, al igual que las palmas, se colocaban en balcones y ventanas y allí permanecían “para ahuyentar los males casi todo el año”.
Hoy las cosas ya no son así, aunque los ramos siguen protagonizando el día especialmente entre los creyentes. Otros berzocaniegos llegan en estos días al pueblo en busca de un merecido descanso laboral. Que luzca el sol como sigue luciendo en mis recuerdos de ramos y palmas.