Remembranzas berzocaniegas: EL PILÓN
Está ahí, a la salida del pueblo, o a la entrada, según como se mire, de la carretera a Logrosán. Pero éste ya no es nuestro pilón. Hoy les voy a hablar del otro que, con ser el mismo, era distinto.
En aquel entonces Berzocana no tenía agua corriente y era éste, el pilón, uno de los lugares, junto a la Fuente de las Carretas, o la Fuente Nueva, donde las mozas y mozos acudían a llenar cántaros y barriles fabricados en Talavera o en La Serena.
Al caer las tardes de la otoñada, lleno el cielo de amarillentos reflejos y calles y caminos preñados de ruidos y sones de esquilas y campanillos; mulos, burros y caballos que habían laborado las besanas de “Las Cañás”, “El Prao Sordo” o “Navarreonda”, bebían pacientes en la gran pila mientras que los enjutos jinetes, con el pié puesto en el estebón de arado, hablaban con las aguadoras en el lacónico y pardo decir de la tierra.
Por allí, rondando como moscones de verano, andábamos la chiquillería. El beber agua de alguno de los caños, la mayoría de las veces sin ganas, era toda un habilidad que había que ir adquiriendo a base de práctica y ¡como no! de algún que otro remojón. Subidos en la baranda de la pila central había que dejar caer el cuerpo con la mano derecha o izquierda extendida (según el caño que fuese) y cogerse al resbaladizo tubo de metal. Después, inclinando fuertemente la cabeza a un lado u otro se podía beber con relativa seguridad. Si se fallaba en el lanzamiento del cuerpo hacia delante o resbalaba la mano, el remojón era seguro con la algarabía y contento de los presentes en general.
Claro que aquí no acababa la cosa. Una vez que se había sacado a la “víctima” del agua se le rodeaba entre gritos y guasas y así, en procesión, se le llevaba a su casa mientras que las vecinas de las diversas calles por las que se pasaba salían a enterarse de lo ocurrido, el motivo de la algarabía infantil y a reñir a unos y otros. Un par de muchachos, de los más rápidos, se adelantaban a todo correr para dar la noticia en casa del caído y aumentarla o ridiculizarla con mil y un detalles. La aventura solía terminar con algún sonoro tortazo (entonces no nos traumatizábamos con tanta facilidad como ahora) y el consabido arresto. Una vez que la victima era dejada en casa aguantando el chaparrón materno el resto volvíamos de nuevo a La Plaza o El Pilón a seguir nuestros juegos.
Había verdaderos artistas en la cosa del beber a “galro”: Así, a bote pronto, me vienen a la memoria: Chelines, los hermanos Quico y Manolo Obispo; Matías, el de la Rosa Hidalgo (Era también un artista jugando a las perras con el peón), Escobar y otros.
En cuanto a los remojados, el primero que me viene a la memoria es el de mi primo Juan Cotrineja. Por aquello del parentesco iba yo de los primeros en la consabida procesión hacia su casa y, curiosamente, esta vez no hubo tortazo. A su madre, tía Nicolasa, le dio por reír, imagino que por la pinta que presentaba Juan, y nosotros nos volvimos un tanto cariacontecidos por la falta de la ya clásica bronca.¡Otra vez sería!.
Pero nuestro pilón, aquel pilón de entonces, tenía también otras misiones. ¿Os acordáis?. Seguro que sí. Era el verdugo pasivo de los forasteros que rondaban a nuestras mozas y no se mostraban muy dispuestos a entrar por el aro de la tradición.
Cuando un forastero se echaba novia en Berzocana tenía que pegar una convidada general llamada “la media” a los mozos del pueblo. Entonces los más viejos de éstos (Tarra, Antonio Berenguelo Quinceño, El Pintao….) fijaban la tasa que solía establecerse en un arroba de vino. Una vez acordado el pago se nombraba una comisión que hablaba con el candidato a novio oficial de la berzocaniega de turno. Si éste se ponía en plan flamenco o se negaba a pagar, o le parecía mucho… al pilón sin remedio. Más de un cañamerano o almorranero fueron así al agua por aquel entonces. Si el mozo pagaba adquiría los mismo derechos que cualquier berzocaniego para rondar libremente.
Y así, en una época en la que televisión aún no había hecho su presencia haciéndonos entrar a casi todos por el aro de la memez igualitaria y uniforme, era el pilón como un símbolo, como un juguete público de la abundante chavalería berzocaniega de los años cincuenta y posteriores. De aquellos chavales de alpargata de goma y pantalón corto que tras correr y jugar sin desmayo por la entonces polvorienta, empinada y pedregosa Plaza, o tras perseguir a los camiones de la corcha hasta la última revuelta de la carretera de Logrosán, terminábamos indefectiblemente bebiendo en el Pilón.