Remembranzas berzocaniegas: La Junta y el Día de Difuntos
-Dale a la gorda que ya la toca
Juan Cotrineja agarró la soga y tiró haciendo que el badajo chocase con fuerza contra la campana más grande de la iglesia de Berzocana. Alternando con la chica, sus golpes componían el toque a muerto que en esos momentos, tarde del día uno de noviembre, sobrevolaba sobre los tejados de la villa.
Hacía frío, aunque el pequeño grupo de chavales que se encontraban en la torre apenas lo notaban. En medio del espacio cuasi cuadrado de la misma ardía un buen fuego y unos cuantos leños apilados aseguraban su continuidad. Los troncos, de variados tamaños, habían sido subidos por ellos mismo sin problema alguno por las empinadas y oscuras escaleras de la torre a lo largo de la mañana. Los habían pedido por unas y otras casas al igual que continuaban haciendo por la tarde.
-¿Nos da usted algo para la Junta de la torre?
LA JUNTA. Seguro que a los berzocaniegos que ya peinan canas esta palabra les trae a la memoria múltiples remembranzas de antaño, de su niñez y de su juventud. La que los monaguillos celebraban en la torre se iniciaba hacia las tres de la tarde y alcanzaba las doce de la noche. Durante todo este tiempo no cesaban de hacer sonar las campanas en su toque de muertos.
Pero no era ésta la única. Grupos de chavales y de mozos se reunían en alguna casa, según amistades o afinidades, en la tarde del día de Todos los Santos (1 de noviembre) y celebraban la Junta, una reunión festiva que se celebraba justamente cuando la iglesia (cuyo tiempo del día no coincide con el civil) iniciaba la celebración del día de Difuntos (dos de noviembre) y de ahí el que las campanas doblasen.
Esta división de los días entraba dentro de la lógica .Desde la creación y a través de los tiempos de la Biblia, los días no comienzan y terminan a medianoche, como lo hacen hoy en día. En el Génesis 1: 5 se dice, “la noche y la mañana fueron el primer día”. Un día comenzaba cuando terminaba el día anterior, al atardecer. La parte oscura del día, llegaba primero y después la parte de la luz.
En nuestro pedir por las casas para la Junta no teníamos mucho éxito, al menos no el que nosotros pretendíamos que era el de conseguir algunas perrillas. Lo más que lográbamos eran castañas, bellotas, algún dulce y ya en el colmo, una morcilla de patata. Cuando nos daban una perra gorda era un triunfo y no digamos si caía un real. Pero de todas formas nos lo pasábamos en grande.
Elías Rebollo, uno de los monaguillos más veteranos, llevaba el control del campaneo cuyo conteo perdíamos más veces de la cuenta. Era también el más serio, aunque tenía su retranca. Por el contrario, otros de los veteranos, Lorenzo Canete, era un rebelde (lo sigue siendo). Completaba la tripleta Juan Sopina, un cachondo de tomo y lomo capaz de organizarla en todo momento.
Habían preparado una sartén de calvotes y estábamos dando buena cuenta de ellos cuando nos dimos cuenta de que Canete sacaba una pequeña botella de vino, daba un trago y se la pasaba a los otros veteranos.
-Y vosotros a callar, dijo llevándose el dedo a los labios y mirando hacia nosotros, los más pequeños
No sabíamos de dónde la podrían haber sacado pero seguro que lo habían hecho en alguna pedida en algún bar. Como tampoco sabíamos como Sopina tenía un paquete de cigarrillos Celtas que compartía con los dos citados. De los aprendices en el arte de la monaguillería tan solo Pablo Chichas logró dar unas caladas a uno, pero ello fue después de lo que a continuación les relato.
En aquel entonces en la iglesia no había prácticamente luz, apenas un par de bombillas cuyas llaves había que buscar a tientas en las columnas de la entrada por el atrio, lograban romper un tanto las profundas tinieblas que la envolvían en cuando apuraba la tarde. Por el día no había luz en el pueblo.
Como correspondía al día de difuntos, en la nave central, justo debajo de las escaleras del altar mayor se levantaba el catafalco.
El catafalco era una plataforma elevada o tarima alargada en la que se colocaban, muchos años antes de la época que relato, los restos mortales de una persona ya fuera directamente sobre él, o bien, dentro de un sarcófago, ataúd o similar, pero en cuyo caso se dejan abiertos para que los restos sean visibles a los concurrentes a la ceremonia. Era ésta la previa al enterramiento para rendir honras fúnebres al finado.
En el catafalco de que le hablo no había muerto alguno pero si un andamiaje que simulaba un ataúd vació cubierto por colgaduras negras con dorados. En las esquinas había cuatro enormes cirios y alrededor de la caja simulada múltiples velas. Se colocaba justo delante de las escaleras que dan acceso al altar mayor.
En las naves laterales, las familias con difuntos en la misma colocaban los llamados candeleros detrás de los cuales colocaban sillas o reclinatorios para colocarse los deudos del finado. En los mismos colocaban hachones o velas cuyo número dependía de las posibilidades económicas de la familia.
A lo largo del día de Difuntos y en la tarde del día uno, el cura, entonces don José Álvarez Luis, iba recorriendo los candeleros responseando. Al llegar a cada uno de ellos, el monaguillo que le acompañaba echaba un vistazo y calculaba la cantidad de dinero que había clocado en una de las tablas del mismo que generalmente no era mucho. Solía colocarse en montoncitos de un real (25 céntimos de peseta) lo que permitía efectuar un rápido cálculo de los responsos a recitar a real el responso.
Don José llegaba ante canda candelero revestido de capa pluvial, cruzaba las manos, semicerrada los ojos y comenzaba a recitar con determinado toniquete alternando con el monaguillo:
-Requiem aeternam dona ei domine.
-Et lux perpetua luceat ei.
-Kyrie eleison
-Christe eleison;
-Kyrie eleison.
-Pater noster, qui es in cælis……..
-Requiescat in pace
-Amén
Y así hasta completar los reales calculados, momento en que el monaguillo advertía: vale; suspendiéndose los rezos y pasando al siguiente candelero en el que se iniciaba de nuevo la cantinela
Pues este era el ambiente de la iglesia y lo que en ella sucedía en el día de la Junta. Pero volvamos a la torre.
Habían ya terminado los responsos de la tarde y Elías había terminado de preparar unos calvotes que comenzó a repartir. En esas cogió un pequeño plato echó unos cuantos en el mismo se levantó y dirigiéndose a Pablo le espetó
-Baja ahora mismo y sin rechistar estos calvotes a San José
Pablo le miró un tanto incrédulo
-¿Cómo que a San José?
-Pues sí a San José, replicó Elías con gesto totalmente serio
-Y no te rías cuando estés abajo porque se cabrea, terció Sopina dibujando una mueca socarrona bajo las gafas.
Pablo cogió el plato, se giró en dirección a las escaleras, paró, dio un paso atrás e inquirió de nuevo
-¿Pero tu sabes si a San José le gustan los calvotes?
-Tú los bajas y ya te lo dirá él.
Pablo se armó de valor y enfiló la larga bajada hacia el coro por las oscuras escaleras. Lo hacía tanteando los escalones y muy despacio. Al rato, sigilosos, iniciaron también el descenso Elías y Canete.
Pablo llegó al coro. Abajo, las mariposas colocadas en las lámparas de algunos de los altares dejaban una luz tenue y múltiples sombras que se movían con oscilaciones de la propia llama. Para colmo se dejaba oír el soplar de una lechuza que se colaba por la ventana del coro. Dejó atrás el coro e inició el descenso de las escaleras, también totalmente oscuras pero de mejor descenso al ser mucho más anchas y no tan empinadas.
Como sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad inició el camino hacia el altar de San José, situado en el lateral contrario al que daban las escaleras. A medio camino se paró, miró hacia atrás y hacia arriba. Le pareció oír ruidos. Y así era. Canete y Elías había bajado hasta el coro para ver que sucedía y desde allí espiaban.
De nuevo se armó de valor y continuó hasta el altar. Se empinó un poco y dejó el plato sobre el mismo y levantó la mirada hacia el santo:
-A mi no me mires. Si quieres pide explicaciones a los de arriba, yo soy un mandao
Aguardó unos segundos y , empinándose de nuevo, cogió el plato y comenzó a desandar el camino escaleras del coro arriba y después las de la torre. Canete y Elías, al ver que regresaba subieron a toda la velocidad que la oscuridad le permitía y se sentaron junto al fuego. Llegó Pablo.
-¿Pero por qué te tres otra vez los calvotes?, preguntó Elías con cara de pocos amigos.
-Me dijo San José que está hasta los huevos de calvotes, que os los trajese de nuevo y que Canete, tú, y el cabrón de Sopinas os los metáis por el culo.
Las carcajadas y aplausos debieron de sentirse por todo el pueblo.
Y así fue como Pablo se ganó el derecho a dar unas caladas al Celta que los mayores se estaban fumando. No volvió a hacerlo nunca más.
Muy buena, amigo Lutrera, la anécdota de Sopinas, Canete, Elías y nuestro Pablo Chicha. No conocía la anécdota y me ha dado una risa muy buena. Es de cuando don José y yo, más viejo, soy de los tiempos de Don Delfín. Muchas gracias por el buen rato que me has hecho pasar recordando aquellos tiempos de la Junta en la torre. Seguro, que los dos nos acordamos de Mecalienta y de Chítala, aunque no fueran monaguillos.
Un fuerte abrazo.
Baya recuerdos primo un abrazo