Cangas del Narcea: Nieblas
Me sorprendió la claridad mañanera colándose por mi ventana. El otoño había enviado las primeras señales de su llegada y no se oía un solo ruido en la aldea de Larna.
Mientras me tomaba un café en la cocina pude observar como el sol comenzaba a asomar tras la gran mole montañosa que se levanta frente al pueblo por el Este. La atmósfera, límpida y transparente, dejaba a los aviones dibujar trazas blancas en su gran pizarra azul.
Me puse la chaqueta del chándal, llamé a los dos perros y cogí la vara de avellano que utilizaba para caminar. Al salir al camino miré hacia el valle del Narcea. Todo él, desde las profundidades de Muniellos y el Pico Caniechas y hasta perderse camino de Cangas, permanecía oculto por un blanco manto de niebla. En algunos puntos, especialmente en los que delimitaban la línea entre aquel y la luz, el sol arrancaba reflejos de color y la niebla parecía diluirse entre árboles o rocas envolviéndolos acariciadora cual tul en cuello insinuante de mujer.
Caminé monte arriba acariciado por el sol mañanero. La niebla seguía abajo envolvente e irregular, subiendo y bajando, marcando contornos verdes, ocres o grises, según las zonas. A veces algún jirón se desprendía del todo e iniciaba aventurero su particular camino monte arriba. Uno de ellos se coló por entre las casas del pueblo ocultándolas y descubriéndolas en el juego del escondite infantil. Era una niebla ligera, juguetona, que se rompía y descomponía según sus giros. Tras unos minutos se disipó misteriosamente.
Inicié la vuelta. El sol había comenzado a calentar y los perros corrían y jugueteaban colándose en algún que otro prao donde algunas vacas, en su pesadez glotona, rumiaban ajenas por completo al entorno.
Poco a poco, el valle parecía emerger desde las sombras a la luz. La niebla comenzó a disiparse desde al curso alto del Narcea y, somnolienta, como desperezándose de una noche de insomnio, comenzó a diluirse en si misma. Como lo sueños adolescentes y los deseos fallidos.