Remembranzas berzocaniegas. DEMETRIO: El titán de las Villuercas

Si por los pardos campos extremeños el aire y el sol han tallado tipos definitorios del ser castúo, el aire de la sierra berzocaniega, la dureza de sus besanas y las sombras de sus encinares, también les ha conformado como hombres curtidos y duros.

Demetrio arando

Demetrio arando

Era entonces Demetrio un mocetón recio y fuerte que manejaba el saxo como si estebón de arado se tratase. El y sus hermanos José, Andrés y Luisa, conformaban la orquesta que amenizaba los bailes del domingo. El salón estaba sobre el bar de su padre en la parte alta de la casa que tenían en el “Colaíllo el rio”, allí donde el aire “le zumba el perrengue” al decir de algún paisano.

Por nuestra edad aún no podíamos entrar pero hasta el atrio de la iglesia llegaban soplidos y resoplidos que entonaban las canciones de la época: “La ovejita Lucera”, “El negro zumbón”,  múltiples pasodobles y algún que otro vascorrío (original traslación al berzocaniego del vals corrido o ligero) que era demandado a voces por los danzantes. A veces también llegaba la voz de José que golpeando con la mano sobre su muslo marcaba el ritmo y tonos del comienzo de la pieza a sus hermanos: “Fa, fa, sol, mi, mi…” Los mozos, muchos por aquel entonces, subían y bajaban las escaleras del bar al salón y del salón al bar donde “tío Salero”, el padre de los músicos, con sus estrambóticos decires y sentencias, servía los vasos de vino llamados  “peseteros” (su precio era una peseta) de una desportillada jarra de zinc.

Las mozas formaban corrillos en la entrada esperándose una a otras para subir. Había bullicio y alegría. La moceá se asomaba a los balcones y bromeaba. Que pena no fuésemos mayores como ellos, pensábamos nosotros que no perdíamos detalle de todo cuanto ocurría jugando en el cementerio como llamábamos entonces al atrio de la iglesia que antaño había desempeñado precisamente esa función.

No recuerdo bien cuando ocurrió aquello pero Demetrio dejó la música y abrió un bar en la Plaza Mayor. Encima estaba el cine. Si amigos, entonces había cine en Berzocana.

Como el bar dejaba muchas horas libres y poca caja, Demetrio decidió comprar una furgoneta. Bueno, no se si este sería exactamente el término adecuado para definir tal artefacto. Aquello era un artilugio con ruedas, tablas y chapas extrañamente unidas capaz de andar, mugir, estornudar y …. hasta hacer volatines.¡ Milagros de Demetrio y su navaja!. Con aquel armatoste cargado de huevos, gallinas, y cualquier cosa que pueda venírseles a la imaginación, iba y venía a dónde y de dónde hiciese falta.

Desmontaba el motor y lo volvía a montar una y mil veces. Cuerdas, alambres, latas, palos, hierros, cuñas y abrazaderas de todo tipo, servían para que aquel gran chirimbolo funcionase. Aún no me explico como no se mató con aquel prehistórico carroceto que venía a dejar en la modernidad al troncomóvil de los Picapiedra. Sus arrancadas eran al salto, y el frenar, si la cosa apuraba, arrimando contra la pared. Un buen día, no recuerdo como, aquel armatoste desapareció de la  plaza de Berzocana, aunque siempre surgía otro casi igual para sustituir al anterior.

Posando para la ocasión
Posando para la ocasión

De la misma forma, o sea sin que se sepa cómo, apareció una magnífica bicicleta BH. ¡Un artista sobre la bici, Demetrio!. No hubo cabriola que no intentara ni forma de montar que no cumpliere. Cuando se construyó el primer muro que separaba la pista de cemento de delante de su bar de la plaza de tierra, que estaba rematado con azulejos, se lanzaba a toda velocidad desde la Calle del Arco o Calle Honda (pronúnciese la h aspirada), subía por la rampa inicial del muro, lo cruzaba como una flecha, bajaba por el otro extremo y frenaba junto a la puerta de la casa de tío Eugenio Palrapoco quedando de nuevo enfilado hacia el muro y lanzándose hacia él con toda velocidad. Y así hasta que se cansaba ante la atónita mirada de los más pequeños que, como yo, abríamos ojos como platos, y alguna que otra recriminación de los más mayores que le advertían de la peligrosidad del “ejercicio circense” sin dejar por ello de alabar su habilidad. A la bicicleta la sustituyó una moto, creo que una Ducati, con la que Demetrio efectuaba  exactamente las mismas filigranas que con la bicicleta incluido el paso del muro a todo escape.

 ¿Qué el mechero no funcionaba?. Allí estaba Demetrio. ¿Qué era el reloj?. Demetrio. No había aparato que se le resistiera. Su principal y casi única herramienta de trabajo: una navaja de regulares dimensiones y cachas de madera (cabritera, decía él). Fue todo un MacGyver a la berzocaniega.

El bar que regentaba en la Plaza, con un gastado y alto mostrador de madera, era todo un muestrario. Allí se podía encontrar de todo: muelles, tornillos, tuercas, navajas, mecheros, piedras para los mismos, mechas, frascos con gasolina para los mecheros, botellas del año pum, telarañas, copas microscópicas para el aguardiente hermanas de las que tenía tío Zumbona, en Solana, y que ataba con un bramante al mostrador para que los clientes no se las llevasen (tío Zumbona, no Demetrio que las tenía libres).

En las noches de invierno, Demetrio se sentaba detrás del mostrador, se colocaba el brasero entre las piernas, cogía la badila en la mano y se quedaba roque. Lo de la badila tenía su aquel. Explicaba que si en el sueño se quedaba algo más allá de calambuco, entonces  se le caía la badila y despertaba. O sea el uso de la badila como precaución de cualquier accidente con el brasero.

Pienso yo que Demetrio debió ser el inventor del autoservicio, y mucho antes que lo hicieran los americanos. Miren. Como la clientela no era mucha había veces que estaba solo. Entonces el cliente llegaba, y si Demetrio estaba calambuco, se servía el vino de la botella allí preparada (solo había un tipo de vino), llenaba el vaso y después de más o menos rato dejaba el dinero en el mostrador y se marchaba sin decir ni mú. Claro que los clientes habituales también se las traían, así, al pronto, recuerdo a Tarra, El Pintao, el Mudo, Colorín, Comunes, Simón el barbero (que pedía un tanque en lugar de un vaso) Quinceño, Antonio la Picarona, Velaero, Rafael pos-pos, y otros más jóvenes como Isaías, Paco Sotana, Nicanor Sopinas, Pepe Merino, Pedro Ramono, Tejero…o los más mayores, entre ellos un cuarteto de la calle Carretas que hizo historia: tio Orejinas, tio Tostao, tio Obispo y tío Felipe.

 ¡Y la de cosas que le habrán pasado a nuestro Demetrio!

Creo que todo tipo de accidentes imaginables le han ocurrido a él. Cortes, hachazos, fracturas, magulladuras, raspones y todo cuanto el lector quiera imaginar. Pero él era él y nunca quiso ir al médico se pusiese el personal como se pusiese. En la mayoría de los casos sus autotratamientos eran poco más o menos los mismo que se aplicaban al ganado sin que en el botiquín faltase el zotal, el moreno con el que se cicatrizaban las heridas de las ovejas en la esquila y otros remedios de la misma o parecida guisa.

Ahora, cuando tanto nos preocupamos de cremas y potingues para darnos en la cara después del afeitado, hay veces que me viene a la memoria con que facilidad resolvía nuestro Demetrio esta cuestión. Tras el metódico rasurado que efectuaba con brocha, el preceptivo jabón de barra y navaja barbera, ponía en su mano un abundante chorro de coñac (Veterano o Soberano, según la botella que estuviese más cerca) se mojaba también la otra mano y se frotaba la cara con ambas. La piel quedaba tersa y lista para revista.

En una ocasión le salió un gran bulto en un hombro. No aceptó que le viese el médico e ¿imagináis cómo se lo curaba?. Cada mañana levantaba por un extremo una viga y la dejaba caer sobre el bulto aguantándola un gran rato y así logró que le fuera bajando el bulto poco a poco.

Posteriormente, cuando ya yo me hallaba fuera, se contaba que se cortó la falange de un dedo con la sierra mecánica y que parte del dedo le quedó colgando. Ni corto ni perezoso, Demetrio cogió un hacha que tenía a mano y acabó de cortárselo. Nunca he podido comprobar la veracidad del hecho, pero conociendo al titán yo lo creo a pie juntillas.

Debía de beber cuatro o cinco litros de agua al día y los refrescos los mezclaba con agua… ¡caliente!.

Oírle hablar era todo un espectáculo por la cantidad de decires y giros originales que utilizaba. Le recuerdo también un seiscientos al que en aquel entonces tan solo debían de quedarle dos piezas originales, chapistería incluida, y cuyo motor era capaz de armar y desarmar con la sola ayuda de su navaja. Había veces que quedaban piezas sueltas por el suelo. Era igual. Demetrio se subía daba a la llave de contacto y el chisme aquel arrancaba y rodaba.

Conocido era también por su clientela su problema de estreñimiento y, como no, su peculiar forma de combatirlo. El lo achacaba en parte a ese invento de los váteres, “donde no hay manera de cagar a gusto”, aseveraba. Cuando pasaba un largo puñado de días y no había logrado hacer de vientre marchaba al campo y de allí no volvía hasta que no lo había logrado. Original hasta en eso.

Autodidacta al máximo continuó sirviendo café de puchero, y tirando los cacahuetes de aperitivo a todo lo largo y ancho del mostrador para que cada cliente se sirviese, hasta el cierre del negocio.

  Me cuentan que, pese a su edad, no ha perdido ni una de sus habilidades mecánicas y continúa cuidando las ovejas, arreglando mecheros a los vecinos y a los viejos clientes, cargando y descargando palos, desmontando transistores, construyendo estalanqueras, pintando una puerta al coche, construyendo una silla, un dornajo, o ayudando a parir a una oveja. ¡Ah!. Y un vehículo que no tiene mucho que envidiar a los aquí descritos y que continua manejando con especial pericia. Tan solo se llevaba –espero que ya no- mal con la sierra. ¿Cuántos cortes Demetrio?

“¡Estoy jodido!”, solía y suele decir cuando se le pregunta por la salud. El trabajo, el duro trabajo ha dejado en el cuerpo de Demetrio múltiples cicatrices, pero él nunca, nunca, ha perdido el humor. Bajo su perenne bigote, se ríe, se encoje de hombros, bebe un vaso de agua caliente y te dice: “¡A ver que vas ha hacer, así es la vida!”

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 Increíble Demetrio

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R. Mera

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