SUROCCIDENTE.- De silencios y soledades, de abuelos y aldeas

Bailaban las povisas de nieve en el aire mientras con gran lentitud describían curvas, círculos  y mil figuras más, bajando lentamente hacia el suelo.

Tras los cristales de su ventana, ya un tanto opacos por los muchos años expuestos al humo por un lado y al agua y el viento por el otro, César dejó que su vista se perdiese entre la montañas empañadas por las nieblas del tiempo que rodeaban su pueblo; estaba aquel carvieso  anunciando ya que se abrían las puertas del invierno.

Por el solitario camino de tierra que bajaba hasta la plazoleta en la que se ubicaba la pequeña iglesia del pueblo, vio  la diminuta figura de Elena que, cargada con su mochila y envueltos  cuello y cara por una gran bufanda, caminaba a saltitos hacia aquella. Hasta allí llegaba un taxi que, tras recoger a otros dos niños en la aldea cercana, se acercaba hasta la suya a por Elena. Era el único lugar donde el vehículo podía dar la vuelta para volver hasta la carretera donde dejaría a los niños para que subiesen al autobús que hacia el recorrido del transporte escolar por la zona.

Elena, que pronto cumpliría siete años, era la única niña del pueblo; no había otros niños. Aún a sabiendas de que no lo veía, César le dijo adiós moviendo la mano suave y pausadamente. No puedo evitar que le llenase un pronto de nostalgia y sentimiento recordando a sus dos hijos, ya mayores y emigrados a Madrid, corriendo cada mañana de invierno camino de la escuela. Habría entonces unos veinte niños que se encargaban de llenar de bullicio y gritos caminos y caleyas aun cuando el frio arreciase o la lluvia los llenase de charcos y barro. Poco a poco, sin que pudiera explicar el cómo y el porqué, los niños fueron desapareciendo y se fueron cerrando casas. Y la aldea comenzó a sumirse en un  inverno continuo de silencios y soledades. Tan solo en agosto, cuando regresaban algunos de los que fueron sus vecinos, el  palpitar del pueblo parecía revivir. Falsa percepción. En cuando septiembre llegaba se cerraban de nuevo puertas y ventanas y el olvido y el silencio sepultaban de nuevo la aldea en la nada.

Esbozó una sonrisa al recordar como aquellos demonios de niños tomaban el pelo al viejo maestro medio sordo y achacoso. Él sabía de sus limitaciones pero aguantaba estoicamente consciente de que aquellos niños, aquellas “fieras” como él mismo los definía, era lo único que le quedaban. Y pese a todo su cariño hacia ellos era inmenso, tierno, de abuelo consentidor y permisivo en todo y con todo. Hacía muchos años que había quedado viudo y no tuvo hijos. Vivía en la desartalada casa-escuela y ni el mismo sabía que sería de su vida cuando tuviese que dejarla. Y allí siguió hasta que la `jaula´ que era para los niños aquel edificio con desconchones y goteras, comenzó a quedarse vacía. Don Luis fue el último maestro y estuvo tantos años que todo el mundo se refería a él como  “el maestro” como si no hubiese habido ningún otro. Y la verdad es que eran muy pocos lo que recodaban el nombre de ninguno  anterior.

Con pasos lentos dejó la ventana retirándose hacia el escaño esquinado no muy lejos de la cocina de carbón que daba a la estancia un aire de plácido bienestar. El tiempo, los años, se le habían escapado entre los dedos. Había días en que no hablaba ni veía a nadie. En la aldea apenas quedaba una decena de familias, todas mayores, incluso muy mayores; sin niños, con los jóvenes en las grandes ciudades o en la cercana villa.

Rememorando aquello se quedó adormilado. La soledad de la aldea era la suya, la suya y la de tantos otros que lentamente se apagaban en el silencio y el olvido.

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R. Mera