SUROCCIENTE.-. La soledad de Silvino en su hoy que es un ayer. Una estampa para reflexionar

Les relato hoy el caso de Silvino, un cangués a quien  el tiempo le iba arrebatando poco a poco los recuerdos, el hacer de su vida y la memoria de los suyos. Sírvanos de reflexión de cara a una serie de enfermedades que afectan a los viejos y  que aumenta más que deprisa en nuestros días

Siete de enero. El día había amanecido feo, fosco. Los nubarrones bajaban empujando  a tropezones desde Santa Marina hasta llegar a las aguas del Narcea alborotándolas. Las calles estaban casi vacías. Ni autos ni peatones. De vez en cuando, algún vecino, como una sombra esquiva, se deslizaba por la acera buscando el refugio de los aleros para terminar mojándose bajo el agua que escupía algún roto canalón de los  que, más de lo deseado, existían en la villa.

Arrastrando un tanto los pies, refugiado bajo un viejo paraguas con una varilla rota, un hombre de avanzada edad dejaba atrás el Puente los Penones e iniciaba la subida al Fuejo por un estrecho camino embarrado. Le pareció que no llovía y cerró el paraguas que, en un movimiento reflejo, colgó de la parte trasera de su chaqueta dejándolo caer sobre su espalda. No se dio cuenta, pero el agua que aquel había acumulado  chorreaba por su ropa. Se paró, algo no funcionaba. En ese momento se dio cuenta de que realmente llovía. No podía ser. Los días de julio buscaban ya la fecha del Carmen y caminaba hacia al huerto del Fuejo. Tenía que regar.

¡Vaya julio más raro! , se dijo. Y recordó fugazmente los de su niñez camino del Pozo del Corral o de la carretera de Llano. El momento se fue con la misma rapidez que vino. Dio unos pasos más y paró de repente. ¿Dónde estaba? Miró estupefacto a un lado y otro. ¿Qué había sido de los huertos? ¿Dónde estaban? ¡Tenía que regar! Se dio cuenta de que se estaba empapando y abrió el paraguas de nuevo. Miró a un lado y otro. ¿Dónde estaba? Los huertos habían dado paso a unos terrenos baldíos llenos de suciedad, tablones, una carroceta, algunos bardales y restos de cierres. ¿Dónde estaba su huerto? Su mente se llenó de nieblas e imágenes que se  iban y se venían sin control alguno. Si el saberlo, Silvino perdió del todo el sentido del momento. Sin que su voluntad interviniese en ello comenzó a desandar lo andado. En ese momento no era consciente de ello, ni de se iba o venía, simplemente andaba bajo la lluvia.

Hacía mucho que sus compañeros  habían salido de la escuela. Don Benito le había castigado junto a otros dos colegas por alborotar en clase y no seguir las instrucciones.  Su madre le mataría sino llegaba pronto. No podía enterarse. Caminaba decidido hacia El Matorro. Calentaba el sol e iría a bañarse con sus amigos del Corral.

De pronto se vio junto al río cerca de los huertos que vestían de invierno. Seguía lloviendo

-¡Silvino! ¿Qué coños haces ahí? ¡Está lloviendo a mares!

Un hombre de mediana edad se acercó a él

-Pero bueno hombre, ¿dónde vas con la que está cayendo?

-A buscar a mi madre para que me de la llave de casa. Vino a lavar al río

Eduardo, al que apodaban Llave, se quedó quieto y con cara de perplejidad. Los padres  de Silvino habían muerto ambos hacía ya muchos años,  y muchos también habían pasado desde que abandonaron su casa de El Matorro para trasladarse a otra tan vieja o más que ella en las traseras del Corral, en la bajada hacia el pozo hacia la derecha muy cerca también del río.

N tardó en percatarse de que Silvino no estaba en sus cabales. Había perdido la noción del tiempo y de las cosas y algo de ello había ya percibid no hacía mucho en otro encuentro que con él tuvo  por Los Nogales

.Anda tira p´a casa, tu madre ya está allí

Dio unos pasos Silvino totalmente desorientado. No sabía exactamente dónde estaba su casa; ni  tan siquiera en que sitio concreto de Cangas se encontraba.

-¿Sabes ir a casa solo?, preguntó preocupado Eduardo

– Sí, sí, ahí al lado, señalaba con la mano Silvino, apuntando hacia unas paredes situadas río abajo en unas tierras semiabandonadas que en su tiempo había sido huertas.

-¿Y a mi padre? ¿Has visto a mi padre? No le digas que he venido al río, me va a reñir, no quiere que venga solo.

– Con especial ternura Eduardo tomó del brazo a Silvino y emprendió con él el camino hacia el Corral, le dejaría a la puerta de casa.

-Voy a d´ir a la sastrería del Cubano, me está haciendo unos pantalones p`al Carmen, unos pantalones de mayor…

Seguía lloviendo y  seguían siendo muy pocos los transeúntes. Pasaban silenciosos, hoscos como el tiempo, camuflados bajos sus paraguas viejos en su mayoría. Runflando de forma asmática un vejo camión levantó cortinas de agua al pasar sobre un gran charco. Silvino se había callado y se dejaba llevar dócilmente. Seguro que se hallaba en cualquier verano cangués de su niñez, bajo un sol brillante pensando en los voladores y el pantalón de mayor que  le estaba a haciendo el Cubano para la procesión del día del Carmen.

Empujaron la puerta de casa, si siquiera estaba cerrada. Tampoco es que ofertara botín alguno a posibles rateros. Al abrir la puerta Silvino pareció reaccionar. Se volvió sonriente

– ¡Hombre Llave!, ¿qué faes por aquí?, ¿vienes  a verme, ho?

Eduardo le sonrió ampliamente dándole unos golpecitos en el hombro

-Sí home, sí, Tabes mojándote, entra ya sécate

Entró Silvino lentamente en casa. Eduardo comenzó a desandar lo andado hacia el Corral. Se marchaba preocupado. Aquel hombre no podía seguir solo. Algo había pasado que le había hecho perder la noción de la realidad, la de su propia vida en el momento en que se encontraba. Cada día que pasaba su realidad del momento estaba más cerca del de su niñez que del de su ya ancianidad. Cada vez durante más horas vivía con sus padres, con sus amigos de la infancia con sus recuerdos de recreos y escapadas veraniegas al río o al monte… con las riña o los besos de su madre. Lo que ocurría en el día a día de la realidad le era generalmente ajeno. En la mayoría de las ocasiones ni tan siquiera reconocía a su vecino, parientes o amigos.

Tan solo tenía una hija que vivía por Trasmonte o por esa zona. Quizás ni saquera conociese la realidad de su anciano padre.

Y como ocurre con las fábulas o las parábolas quiero  sacar  mi conclusión. Lo aquí descrito existe hoy en nuestra sociedad en mayor medida que en la que sitúanos este relato. El alargamiento de la vida llevan cada vez más  los ancianos a la demencia senil, al Alzheimer, a la pedida de memoria y a otra serie de enfermedades similares… y a la soledad. De otra parte, la dispersión familiar y las nuevas formas de vida y concepción del trabajo nos ha traído hasta una situación familiar muy lejana de las de no hace tantos añosa. Y todo ello lleva  a agravar más la situación

Sea pues esta estampa una reflexión sobre nuestra actual forma de vida y también una concienciación de que lo que está sucediendo a nuestros abuelos, a nuestros padres, no tardará en sucedernos también a nosotros.

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R. Mera