BERZOCANA.- La historia está bajo el cemento escrita en el empedrado
Llegó junto a la Cruz de Piedra y paró resoplando. El aire que soplaba en el Colaíllo`el Rio le había despertado miles de recuerdos. Mira a un lado y otro, nada era igual. No reconocía su pueblo. Ni siquiera la ermita del Niño le parecía la misma. Casi olvidada y comida por la hiedra en aquel entonces ahora lucia esplendorosa. Incuso teñía un cartel explicando su historia y lo que era.
Dudó en hacia dónde dirigirse. A su izquierda, en la bajada hacia la Plaza Vieja se mantenía una alineación de casas que se adaptaban a su recuerdo; pero nada, nada tenían que ver con la estructura de aquellas de su niñez hacía ya la friolera de 75 años, uno abajo o dos arriba, cuando se marchó del pueblo, primero a Suiza con sus tíos y luego a Barcelona. No había vuelto nunca hasta ahora. Quiso que lo llevase su bisnieta pues preveía que el final de su vida estaba muy cerca.
-Tío Pochorro. Ahí vivía tío Pochorro, se dijo a sí mismo.
Advirtió a su bisnieta, que caminaba junto a él distraída y fijándose en todo, de la dirección que tomaba, hacia la Plaza Vieja. Ella nunca había estado en Berzocana, ni su madre tampoco.
Se vio bajando aquella cuesta de niño y notó algo raro en los pies. Las piedras, faltaban las piedras y él llevaba zapatos.
Aquello desencadenó en su mente una oleada de recuerdos. Sintió en el pecho como una sensación de frio y notó como se le erizaba el vello. Corría desesperado intentando que sus pies entrasen en calor. Llovía y sentía en los mismos el frió punzante de las piedras sobre las que se posaban. Las piedras. Todas las calles estaban empedradas incluso quedaban algunas de tierra. Allí estaba escondida toda la historia de Berzocana: Oculta, sepultada bajo el cemento que las fueron escondiendo poco a poco. Allí reposaban ocultas todas las verdades,virtudes y maldades, de aquellos años difíciles, años de hambres y penurias en los que el acudir descalzo y a carreras a la escuela de Don Faustino era el diario quehacer. ¿Era don Faustino? Dudó un instante. A su carrera se unían otros niños que salían de unas y otras calles. Unos con alpargatas de goma, otros, como él, descalzos. El agua saltaba de los charcos mojádoles pierna y calzonas. Entonces eran muchos los niños. Y los gorriatos… y los mícales
Acababa la década de los cuarenta. Aún estaban a flor de piel los recuerdos y sentimientos de la guerra. El silencio envolvía todo aquello que tenía que ver con los años anteriores o posteriores a la contienda
-Padre, ¿tú de que lado estabas en la guerra? ¿Con los rojos o con los nacionales?
-Anda, ¡cállate que a ti eso no te importa un carajo! ¡Qué guerra ni qué guerra!
Y así había ocurrido antes y seguía ocurriendo después. Se echó cemento encima de las piedras y silencio sobre los hechos.
-Madre ¿quiénes fueron aquellos que mataron en el cementerio? ¿Es verdad que un berzocaniego fue desde la Plaza y remató a uno con la pala?
Regañina y silencio. El silencio de las piedras que duermen en los caminos o ocultas en las viejas calles.
Pero no estaban allí tan solo los hechos relativos a los años anteriores o posteriores a la guerra. Las historias se perdían hacia atrás en el tiempo. Monótonas, repetitivas, cada vez con más pobres en las calles y miseria en las paredes. Pero, para bien de la humanidad, la memoria es selectiva, tiende a recordar los hechos agradables, las cosas que nos fueron gratas, sepultando en el tiempo y los viejos pliegues de la memoria aquellas que nos hirieron, nos fueron duras, o nos hicieron daño. Hasta de padres pendencieros y borrachos se escuchaba tiempo después decir que fueron unos grandes padres a los que echaban mucho de menos. Las historias reales quedaron en las piedras. Incluso en esas piedras que tapan el cemento y el olvido quedan aún los relatos de algún que otro crimen aquí sucedido.
Quizás por ello, de mi niñez solo tengo recuerdos felices, pero no por ello he olvidado el frío, ni el hambre, ni el ayudar al trabajo del campo desde los ocho años. Ni aquellos primeros y difíciles años en Barcelona sin calles donde correr ni amigos con los que lanzarte piedras o escaparte de casa a la hora de siesta para salir a matar lagartos. Insistentemente tan solo me vienen a la memoria las carreras por el pueblo, el perseguir a los gatos, el ir a ranas o bañarnos, saltándonos la prohibición materna, en los Charcones o la Ollita del Cubo. ¿Existirán aún los Charcones?
Llego a la Plaza Vieja. No la reconozco. Tan solo me es familiar la pendiente y un par de casas; una allá al fondo y otra a la izquierda. Aquí también han desaparecido las piedras y con ella la identidad de este rincón berzocaniego que pienso yo, debió de aparecer con el mismo pueblo y ha sido por tanto testigo de toda su historia, de los cambios y del pasar de sus gentes. Todo está allí bajo el cemento, escrito en las piedras escondidas.
El ser humano tiene tendencia, quizás como catarsis, de a medida que pasan los años desechar inconscientemente los malos momento vividos y refugiarse tan solo en aquellos que le fueron placenteros.
Y allí, en una Plaza Vieja que ya me era completamente ajena, recordé algunos de esos malos momentos. Malos momentos que no viví yo solo sino casi todos los niños tanto de mi generación como de las que me antecedieron y me siguieron y que fue general en los pueblos de Extremadura y de otros muchos lugares Y me llegó el olor de aquellos cocidos de un día sí y otro también, con garbanzos duros como balines y un solitario cacho de tocino que, algunas veces, mi madre retiraba para echarlo de nuevo a los garbanzos del día siguiente para darle algo “de condumio”. La carne, el chorizo, el muslo de pollo… eran una entelequia de la que tardé bastante tiempo en enterarme de que existían. Quizás por ello lo de colocar en el medio del plato de garbanzos una rama de hierbabuena, una forma de despistar, de llamar la atención sobre el olor y no sobre el contenido. Algo cambiaba la cosa en época de huertos, entonces los repollos venían a alegrar algo aquella monotonía de comida.
Sí, si lo recuerdo, antes venía la sopa de pan, pero tan huérfana de sabor y contundencia como los garbanzos.
Y por entre las grietas del cemento surgían de las piedras amores adolecentes tan intensos como breves. Escarceos camino de la Fuente de las Carretas o de la Nueva. Besos furtivos camino de la Concepción…
La bruma del tiempo cubría todo, lo traía y llevaba, lo mezclaba en tiempos y espacios como en batidora descontrolada. Quizás por todo ello, por ese tender de la memoria a tapar los malos momentos y resaltar los buenos aumentándolos y añadiéndolos toda clase de circunstancias, más imaginadas que reales en muchos casos, es por lo que a través de los relatos del berzocaniego José Luis. R, Mera (Pepe Lutrera) he podido recuperar aquella otra Berzocana alegre de mi niñez o creada en mi mente a través de las historias de mis padres y abuelo. Unas y otras resaltando siempre lo bueno y amable, lo anecdótico y del diario vivir. La selectividad positiva de la memoria. Y así se lo he contado para que lo cuente.
Caminaba abstraído por lo que había sido Calle Nueva. Todo me era ajeno. Tan solo de vez en cuando una pequeña fachada, un “hastial” olvidado en un recodo encendían una débil llamita de recuerdo
¿Y las gentes? ¿Y los niños? No había ni unos ni otros. En todo el recorrido tan solo crucé un par de saludos con unas mujeres.
Mi pueblo, aquel Berzocana, pobre pero activo, rebelde y reivindicativo había dado paso a otro urbanísticamente mejor, más limpio y también más rico… pero vacío… sin vida, hueco como ya estaba quedando mi alma.
Con pasos cada vez más cortos y cansancio cada vez más largo llegué a una gran explanada. Creí reconocer lo que había sido “La Pedrilla!
-Mira abuelo: la Plaza
– Si tú lo dices
Y fue entonces cuando me sentí de nuevo niño. Fuertes, rotundas y sonoras, una tras otra, llegaron hasta mí las doce campanadas de mediodía que marcaba el reloj de la iglesia. Algo había permanecido inmutable a lo largo del tiempo y de las vidas pasadas y olvidadas.
Una a una las fui contando mientras los ojos se me llenaban de lágrimas.