Remembranzas berzocaniegas : La matanza, fiesta y trabajo
Traemos aquí de nuevo este artículo publicado en su día y que, junto a otros que iremos reponiendo poco a poco, nos perdió un fallo del servidor.
Esta página se abre hoy a un colaborador. Fulgencio quiere hacer llegar a los berzocaniegos en particular, y los vecinos de las Villuercas en general, sus remembranzas, sus recuerdos de un tiempo ido.
Esto dice:
“Estando leyendo los artículos de mi hermano Pepe, he visto que no tiene ninguno sobre la matanza, después me he dado cuenta de que él dejo el pueblo a los catorce años para irse a Navalmoral de la Mata, y en contadas veces estuvo en la matanza, y si alguna vez estuvo prefería quedarse en la cama, aunque luego fuera él, con pretexto de estar fuera, al que mi madre le preparara las mejores viandas.
Pero lo que hoy se conoce como una fiesta, hace cincuenta años era una necesidad ya que de ella dependía tener la despensa llena todo el año, de ahí la gran importancia que se la daba, tanto en las casa pobres como en las ricas, solo que éstas tenían hasta cinco o seis cochinos cebados en montaneras de bellotas, mientras aquellas era de uno solo cebado con el llamado berbajo hecho con las sobras y desperdicios de la comida, si es que sobraba algo.
Por los Santos, es decir a primeros de noviembre, ya aparecía en las calles del pueblo la figura de Gaspar, el esportonero, con su chambra por las rodillas, pregonado: ¡Tripa de vaca!, ¡el que no compra no mata!. Todavía hoy parece que percibo el mal olor que dejaban las tripas a su paso. Era éste un personaje que, según las épocas, vendía distinto y según lo que vendía pregonaba. Por ejemplo, en primavera cambiaba garbanzos crudos par los llamados tostones que eran los mismos garbanzos que el tostaba, y que volvían locos a los chavales. En verano pregonaba ¡serones, esportones y agüeras!. Al llegar el invierno con su haz se tripas al hombro, era el preludio de que el tiempo de la matanza estaba cerca.
Las familias empezaban a ponerse de acuerdo para no coincidir en los días y así poder ayudarse uno a otros de forma que cada uno señalaba una fecha.
Pero la matanza no se hacía en un solo día, requería de todo un ritual que duraba, por lo menos, dos semanas.
Una semana antes del día señalado se empezaba por pelar, picar, y cocer las calabazas; después la carne se metía en un saco y se ponía en el balcón o a la puerta de casa con dos piedra, lo bastante grades para lograr que soltara bien el agua, y todos los días había que remover y estrujar, algunos se subían encima para estrújarla mejor.
Mientras tanto, los otros preparativos seguían su curso. Había que pelar gran cantidad de ajos, macharlos con el mortero o, posteriormente, como los tiempos evolucionaban, vino una maquinilla que adelantaba bastante el trabajo.
Y así llegábamos a la víspera del especial día en que había que picar y cocer las berzas y las cebollas, acción ésta de la que siempre se salía llorando, ya que saltaban gotas a los ojos y por mil remedios que inventaban ninguno era eficaz. Tanbien había que ir al Ayuntamiento a declarar los cerdos que se iban a matar y las arrobas que pesaban cada uno y pagar un impuesto o seguro por cabeza y arroba, tarea que se encomendaba a los niños mayores de la casa.
Lo que a mí me gustaba mas era al anochecer cuando llegaban mis tres tíos Meras, Fulgencio, Lorenzo y José, hermanos mi madre, para rebanar las migas. No sé porque pero es uno de los recuerdo que guardo de ellos en mi memoria con mas carriño. Voy a dar un detalle que pensándolo hoy quizás no tenga la más mínima importancia, pero para ellos, en pobre educación, sí tenían y mucha. Los tres gastaban sombrero, y aunque al entrar encasa de su hermana no se descubrían, si lo hacían cuando mi madre les entregaba un pan a cada uno para empezar la labor, yo, que a pesar de ser pequeño, no me perdía detalle, sentía curiosidad por aquel gesto, y se lo pregunté, me explicaron que era por respeto al pan porque el pan era de Dios. Terminada la labor se marchaban, no sin antes haberse bebido unos cuantos vasos de vino, que a los tres les gustaba de lo lindo.
Al día siguiente había que madrugar mucho. Recuerdo que el primero en llegar era siempre tío Fulgencio, o Gaspar como le llamábamos todos, pues era el mote que le habían puesto de niño. Él era el encargado de hacer las migas, ¡y que migas!. Yo creo que no he comido ni comeré otras mejores que las migas de tío Gaspar.
Según iban llegando, la dueña de la casa les obsequiaba con una copa de aguardiente y se comían las migas acompañadas de aceitunas y de vino, que no podía faltar en este tipo de eventos. Las ultimas en llegar eran las mujeres ya que lo primero era cosa de hombres quienes después de comerse las migas, y a veces sin esperar a que se viera, se dirigían todos a la cuadra para sacrificar al cerdo, tarea esta nada fácil que requería a veces la ayuda de algún vecino para echar el guarro encima del banco y sujetarlo con toda la fuerza mientras uno le clavaba un cuchillo en la garganta. Menos mal que entonces no existían los de la Asociación Protectora de Animales que si no todos habrían ido a la cárcel. Mientras, una de las mujeres recogía la sangre en un recipiente y la batía con un palo hasta que se enfriara para que no se cuajara. Una vez muerto y desangrado el animal, se procedía a chumarrarcarlo. Esta operación consistía en encender los matojos, que eran escobas que se cogían en el campo y se secaban en el horno de tía Mena, y se los pasaba por encima al animal, mientras otros raspaban con cuchillos y navajas hasta que no le quedaba ni un solo pelo.
Después se le extraía la legua para llevarla al veterinario para comprobar si tenía triquinosis, pues en el caso de que así fuera la carne no era apta para el consumo humano. Lejos de esperar al resultado, los hombres continuaban su labor de abrir el guarro y sacarle el vientre, con sumo cuidado de no reventarlo. Era entonces cuando entraban en acción las mujeres, para ir a lavar las tripas al arroyo más cercano, mientras los hombres seguían descuartizando, descarnando o apartando la carne según las directrices del dueño de la casa, ya que cada familia tenía sus propias costumbres. Había que separar el magro de la gordura, luego separar la gordura que iba para cada clase de morcilla.
Voy a dar ahora las clases de cecina de la comarca:
Las mocillas de vientre o de lustre, llamadas tan bien mondongo, estas se hacían con berzas, cebolla, sangre y la gordura que envuelve el vientre.
Las charangas, que se hacían con sangre y cebolla.
Las calabaceras, hechas con calabaza y gordura.
Las patateras, hechas con patatas y gordura.
Los chorizos de huesos, llamados malditos, pues se hacían con las puntas de los huesos tendones y ternillas.
Los chorizos buenos, hechos solamente de magro.
Salchichones o chorizos blancos, hechos con la carne exclusiva de las paletas.
Sin contar lo que se dejaba para el día del embolsijo, esto lo contare más adelante.
Hoy me pregunto, como de un solo animal podían sacar tanta carne.
Una vez descarnado el guarro y picar la carne, ésta se mezclaba con cada uno de sus componentes; es decir en la parte correspondiente de patata o calabaza se echaban los guiso, sal, ajo, y sobretodo pimentón el único conservante y colorante que se echaba en cantidad, pimentón de La Vera. Para que todo quedase bien mezclado los hombres lo amasaban en las artesas, unos recipientes de madera de una sola pieza que servían para amasar el pan y llevarlo al horno.
Llegaba la hora de reponer fuerzas y hacer una pausa, era el momento de la presa. Se cogía un trozo de magro, se troceaba y se freía en una sartén, cuando estaba a medias de freír se añadía pimiento, tomate y ajo hasta que todo estaba bien frito; después se añadida un buen chorro de vino y se dejaba hervir durante uno minutos.
A probar la presa se invitaba a alguien que por circunstancias especiales no asistía a la matanza y tenia algún apego especial en la familia.
Des pués se empezaba a llenar y a atar las tripas con los distintos preparados, tarea nada fácil y encomendada exclusivamente a las mujeres, las cuales se dividían en dos grupos: las más jóvenes se dedicaban a llenar y las mayores a atar ya que esto era lo más difícil al requerir de un buen pulso y saber apretar la tripa; si esta quedaba floja se estropeaba el embutido, pero si se apretaba demasiado la tripa se rompía, había que procurar tanbien que no quedara ni un gota de aire por lo que no se dejaba de pinchar la tripa con un alfiler puesto en un trozo de corcho, a esta herramienta se la daba el nombre de pica.
Mientras, los hombres se dedicaban a otras tareas, como eran revisar los palos para colgar los diversos productos procurando que no estuvieran ni torcidos ni estallados para que con el peso no se pudieran partir. Otros recortaban y ponían en peso los jamones, o cubrían de sal los tocinos y los más jóvenes se turnaban para dar a la manivela de la máquina de llenar las tripas.
Así se llegaba a la hora de la comida, esta cambiaba según la casa. En todas las matanzas el menú era el mismo: de primero o sopa de cachuela que se hacía con sangre e hígado, o el arroz con hígado; de segundo las primeras morcillas de lustre que al estar recién hechas no sabían más que a grasa. El postre era carne de membrillo; no faltaba el café y la copa de anís para las mujeres y coñac para los hombres.
Y así a eso de las cinco o seis de la tarde terminaba para los invitados el día de la matanza, no era así para los dueños de la casa ya que todavía quedaba mucho por hace.
Al día siguiente había que echar los lomos en el adobo, arrancar las mantecas de la llamada pellarancas, que no eran otra cosa que la tela que envuelve los pulmones, la pleura en las personas. Esta grasa era disuelta en un caldero y se la colaba apartando los llamados chicharrones que dan nombre a las famosas y ricas bollas. La grasa o manteca se echaba en un puchero de barro y así se conservaba para guisar o hacer dulces, por ejemplo los mantecados.
Así, y removiendo los lomos que estaban en adobo, llegábamos al día del embolsijo, seis u ocho días después. Consistía en envolver las cabezadas en la piel de la que se habían extraído la manteca, ésta se cosía con aguja e hilo atándolo después con cuerdas, como si fuera un paquete. Mi madre lo llamaba “gatos encerraos”.
La caña del lomo se metía en una tripa ancha quedando un chorizo gordo y largo. Como del cerdo no se desperdicia nada, tan bien se utilizaba la vejiga, en ella se metían recortes de los lomos, huesos y tocino. Todo ello venía muy bien en el verano cuando todo se iba acabando.
A pesar de que comíamos tanta grasa, nadie estaba gordo, ni tenía colesterol, incluso nos alegrábamos cuando llegaba el tiempo de las matanza, ya que al menos durante un mes se olvidaba la rutina del cocido diario que solo tenía un trozo de morcilla de calabaza y un trozo de tocino que a última hora ya sabía a rancio.
Pero la matanza no terminaba aún. Había que estar pendiente de la climatología, ya que el buen tiempo era el frío seco, sin humedad, cuando el fenómeno de la niebla aparecía y permanecía durante varios días, muchos se echaban a temblar ya que en más de una ocasión se estropeó toda la cecina, y lo que es peor, los valioso jamones que en muchas casas pobres vendían o se cambiaban por tocino o morcillas.
Hoy nos parece que estamos hablado de siglos atrás, pero no señores, no, esta es la cruda realidad de unos años que recordamos con nostalgia pero con la esperanza de que no se vuelvan a producir.
Alcuéscar a 21 de enero de 2013
Fulgencio Rodríguez Mera