Recuerdos cangueses de antaño
Resulta más que curioso apreciar como ya en la Cangas de 1.932 se hablaba y se escribía sobre los “recuerdos de antaño” y relataban con nostalgia algunos de los ya entonces perdidos.
Esto es lo que nos cuenta uno de esos nostálgicos relatos firmado en La Maniega de julio del citado año por Amader:
“Con grandes deseos esperábamos en Cangas que llegaran los señalados días de San Juan y San Pedro. Eran verdaderas fiestas típicas en las que la diversión y la alegría no se daban punto de reposo.
La mayor parte de los jóvenes pasaban toda la noche de ronda, cantando y alborotando de lo lindo por las calles y haciendo mil diabluras, una de las cuales, como muestra, voy a referir.
En la plaza de Toreno, enfrente de la puerta de la fragua que había entre el palacio del mismo nombre y la casa llamada de Perales, hoy de la viuda de José López, el ferrador Tomás Villa que, dicho sea de paso, además de poner herraduras a las caballerías, hacía curas a las enfermas en la misma plaza al aire libre, pues poseía algunos conocimientos sobre la materia por haber hecho estudios de esta clase, tenía un bloque de madera de grandes dimensiones con el burro clavado, que le servía de banco para sus operaciones.
Además de que para mover dicho madero se necesitaban las fuerzas de tres o cuatro hombre, una noche de San Juan, varios mozos arremetieron con él. Le arrancaron el burro para que rodara sin dificultad y, a vueltas lo llevaron hasta la calle de So el Mercado o Arrastraculos, y allí, por su propio peso y favorecido por la gran pendiente de esa vía, se precipitó con velocidad y estrepitoso ruido, creyendo los vecinos, que despertaron sobresaltados, que había terremoto o les amenazaba alguna catástrofe, llegando a la calle de Abajo, frente a la casa de Fernández Flórez”.
Y entre el relator en su persona reflexión: “Realmente esta broma no era edificante, ni mucho menos. Podían pasar, en cambio otras sumamente inocentes, tales como descolgar el letrero de una botica y ponerlo en una tienda de telas o cambiar el de un café con el de la Notaría”.
Y continúa: “Otra de las costumbres de poco gusto era colocar por algún galán desairado en los balcones de la muchacha desdeñosa o que tenía pocas simpatías, huesos, verduras y cosas por el estilo, medio que adoptaban para mostrar su disgusto. En compensación a esto, había delicadas atenciones, ora de los novios a las novias, ora de los admiradores de una belleza, o ya de amigos de la familia, consistentes en adornar los balcones con sendos ramos de flores, llevando ocultas, como sorpresas, algunas veces, sabrosas golosinas-
No faltaban personas que en aras de la comodidad y a fin de estar descansada para la expedición de la mañana, se acostaban temprano durmiendo tranquilamente, sacrificándose solamente con levantarse de cuatro a las cinco de la mañana con objeto de recorrer las calles e ir llamando en las casas, munchas veces tocando violines, flautas, bandurrias y guitarras para despertar a las señoritas que, no tardaban en rehuirse con los jóvenes que las esperábamos, sin que faltaran algunas señoras que autorizaran, detalle indispensable en aquellos tiempos, que hoy en día, con las libertades que existen; afortunada o desgraciadamente; es casi seguro se prescindiera de esa compañía, pues hasta los novios van solitos, sin que esto deje de ser correcto”
¿Y para que se reunían los jóvenes cangueses en aquellos días a tan tempranas horas? Nada menos que para seguir la costumbre de ir “a tomar la leche” a Santa Eulalia. La clásica expedición.
Y nos sigue relatando: “Con la del alba emprendíamos el viaje, recorriendo el puente de piedra y subiendo la empinada cuesta hasta llegar a Llano. La hermosa vista de la villa que desde allí se contempla, el poético momento del amanecer; las cúspides de las altas montañas, que se iban coronando con el saliente sol; la ladera del monte salpicada de casitas blancas, que constituyen el barrio del Cascarín, a la izquierda; el río Narcea con sus bulliciosas y cristalinas aguas, al fondo de de la derecha; el deliciosos camino cuajado a ambos lados de copudos y añosos castaño, que desgraciadamente van desapareciendo, y la pléyade de niñas bonitas y elegantes, formaban un conjunto encantador emocionante, sorprendente, superior a toda ponderación.
En animadas conversaciones, bromas, risas, cánticos, alegrías, se nos pasaba el tiempo sin sentirlo, hasta llegar a dicho simpático pueblo, con nuestros paquetitos de panecillo, bollos y bizcochos, para acompañar a la gustosa y nutritiva leche, que casi siempre veíamos ordeñar en las distintas casas a que nos dirigíamos y que nos servía de desayuno.
Una vez confortados nuestro estómagos con aquel santo alimento, tomábamos por asalto, puede decirse, la gran casa solariega de los Uría, con suma complacencia de su dueños, que amable y cariñosamente nos recibían y hasta nos obsequiaban, además, con algún que otro refrigerio.
En el extenso y suntuoso salón, y utilizando los bonitos bailables del antiguo y artístico reloj de música, se improvisaba un animado baile en todo regla, y de resistencia, pues duraba toda la mañana, hasta que se acercaba la hora de comer, en que regresábamos a Cangas, muy satisfechos de la expedición, y con la misma animación y alegría que a la ida”
Pasado ya más de un siglo, uno no puede por menos que sorprenderse de esta tan “simple” y sencilla forma de divertirse de nuestros antepasados, compararla con las actuales y mostrar una comprensiva sonrisa.
Otros tiempos, otras gentes