Una noche de tormenta con un plácido amanecer
Me despertó la oscuridad. Mas, de pronto, un potente haz de luz iluminó la calle e hizo visibles todos los detallas de la habitación. Me incorporé un tanto desorientado, El aire zumbaba agitando con fuerza los álamos del atrio de la iglesia y golpeaba ruidoso contra paredes y tejados. Tormenta, me dije. Pero esta vez el reloj de la torre no vino en mi ayuda para situarme en la noche.
Para aquellos que hayan dudado de mi forma de despertar, nada habitual por otra parte, habré de aclararles que dormimos con las persianas subidas y con las ventanas abiertas. Aquí por el calor y allá por lo mismo, pero de la calefacción comunitaria. El caso es que sea el tiempo que sea, las ventanas están abiertas o semiabiertas y las persianas subidas, de ahí que reine la claridad. Al oscurecerse todo provocó un cambió que me hico despertar.
Me volví a la cama hasta que noté que algo frio caía sobre mis piernas. Esta vez reaccioné rápido, el agua de la lluvia caía con tal intensidad que rebotaba en el alfeizar y se colaba en la habitación mojando el suelo y saltando hasta mi cama, muy cerca de la ventana. Me levanté raudo para cerrar, pero ello no evitó que me mojase el pijama dada la fuerza con que el agua saltaba hacia adentro. Controlada la emergencia, las puertas de otras habitaciones comenzaron a golpear en desafinado concierto. Mi hermano, que duerme en el piso de abajo, entre las ventanas totalmente cerradas y la sordera no se estaba enterando de nada. Procedí al cerrado de ventanas y puertas y, ya con todo bajo control, me asomé a la ventana que daba hacia el atrio, más resguardada que las otras.
Rachas de viento y agua barrían el empedrado estrellándose contra los muros que delimitan el conjunto. Golpeaban furiosas contra las ramas de los álamos amenazando echarlas abajo. Los relámpagos iluminaban la Sierra que parecía vibrar en los graves de los truenos que, partiendo de la misma, daban la impresión de que bajaban rodando y golpeando hacia el oeste en busca de los encinares tras golpear sin piedad las casas del pueblo.
Silbaba el viento en las esquinas y en el “Colaillo el río” se estrechaba agudizando el silbo y convirtiendo en chorro horizontal la verticalidad de la lluvia.
La silueta de la torre de la iglesia se perfilaba una y otra vez sobre un fondo oscuro de cortinas de agua que, por momentos, se tornaba en granizo para volver de nuevo a ser agua.
Tras la agitada noche, la mañana se abrió limpia y soleada. Decidí acercarme a la ermita de la Concepción cuando el reloj acababa de dar las ocho y media. Olía a tierra mojada. Su olor se imponía a otros menores que se colaban desde uno y otro lado. Como dicen mis nietos, y antes sus padres, cuando adentrados ya en las Villuercas se acercan o acercaban al pueblo: “huele a Berzocana”.
No me cruzo con nadie; lo sonidos propios de campo y sus habitantes llegan desde todas partes. A la vuelta, unos airosos caballos acuden a la vera del camino para saludarme. Cabecean y se mueven inquietos. Sueltan relinchos cortos. Debe ser la hora en que su dueño les acerca el pienso mañanero.
Un poco más allá, dos paisanos y una mujer miran un huerto y comentan los daños en los tallos de la patatas, todos tumbados; las ramas de las plantas de los pimientos dobladas… y señalan los desperfectos habidos aquí y allí… y comentan lo ocurrido en la noche.
Hay charcos en el camino y el olor a tierra mojada sigue predominando.