Están las calles llenas de silencios y ausencias
Están tristes los días. Tristes, callados y solos. Poco a poco, las calles se han llenado de silencios y ausencias. No suenan los alegres taconeos de las mujeres por la acera, ni el bronco gritar de los hombres de coche a calle o de calle a coche. Me asomo a la ventana: soledad… silencio…. Tanto que llega nítido a mis oídos el sonido del agua del Regueiro de San Martín desbordando la arqueta de contención y corriendo libre camino del Paseo. Y allá abajo, las del Luiña camino de Ambasaguas
Tal parece que estamos reproduciendo de nuevo aquellos días del confinamiento que en crónica diaria compartí con todos ustedes. Quizás más acusado que entonces cunde el desánimo, el cansancio o desaliento. O todo junto, ¡vaya usted a saber!.
Las zonas de estacionamiento semidesiertas a cualquier hora, más aún en las tardes. Es en éstas cuando se hacen más patentes las ausencias. Tan solo de tiempo en tiempo pasa algún vehículo que da la impresión de no ir a ninguna parte. Ni tan siquiera parece haber vida en las casas con las persianas completamente cerradas y los balcones y terrazas en solitario abandono. Tan solo las gotas de agua golpetean aquí y allí según la intensidad con que las envía el cielo. Un cielo también gris y triste.
Me pregunto qué fue de aquella villa bulliciosa a cualquier hora no hace aún tantos días. De aquel ruidoso ir y venir de gentes atareadas unas, en corros de entretenimiento otras, e incluso deambulando sin más algunas.
En las mañanas, cuando aún no han llegado las ocho, contemplo las ventanas del edifico de enfrente. Es curioso, aunque no conozco a todos sus vecinos, sí aprecio como las primeras ventanas que se levantan, y dejan ver las luces aún encendidas del interior, pertenecen a familias de jubilados. Quizás otros habrán madrugado más o no habrán subido las persianas. O están por el interior levantando a los guajes.
Sonrío en mi silencio curioso. Seguro que a muchos de ustedes, jubilados de esta o aquella profesión, también les ocurre.
-En cuanto me jubile no madrugo ni un solos día, no me levantaré antes de las once, ni a tiros. Decíamos convencidos en nuestras protestas por el obligatorio madrugar laboral de tantos años.
Y ahora los que en tal situación estamos tenemos que hace esfuerzos para no levantarnos antes de las siete o las ocho; aunque eso sí, hay veces que el sueño nos tumba antes de las once durante los deprimentes telediarios de esta o aquella cadena.
Siguen las calles configurando una villa abandonada en silencios y ausencias. El bicho, el bicho se ha adueñado de ellas. El miedo ha hecho el resto.