“El Morocho”, referente de una especial época canguesa

El pasado domingo, día 20 de septiembre, nos dejaba Emilio Gurdiel, Emilio “El Morocho”

Emilio con su huja Hilda

Iniciaba mi paseo mañanero el lunes a resguardo de la niebla y la lluvia. Una solitaria esquela en el tablón municipal de Santa Catalina me llamó la atención y me acerqué. Tan solo pude leer el nombre: Emilio Gurdiel Sierra. Tardé unos segundo en reponerme. No había duda alguna: el Morocho había muerto Aún con el corazón algo acelerado leí la esquela completa. Había sido el domingo. No había salido de casa y, por ende, no me había enterado.

Pese a llevar la radio puesta no iba escuchando nada, tan solo un runrún monótono debajo de mis pensamientos que, en tropel, se empujaban unos a otros. Cientos de momentos y anécdotas se atropellaban y superponían a toda velocidad sin orden alguno de años ni momentos. El Morocho aquí, allá, en un bar, en una calle, en Madrid, en El Carmen, en la tienda enseñando unos modernos vaqueros, recitando o cantando abrazado a Tino Turrones: Viviendo.

Definir al Morocho es algo que me resulta imposible. Sí puedo afirmar que fue de esos cangueses que conformaron una época y una forma de vivir. Un vivir sin sosiego, a tropezones, sin pausa alguna para meditar, con una entrega total al momento, a las circunstancias y, muy especialmente, a sus amigos. ¿Dónde no tendría amigos el Morocho?

Cualquier cangués que en cualquier lugar de España, fuera Zaragoza, Úbeda o Salvatierra de Abajo, señalaba su procedencia, siempre se encontraba con alguien que le espetaba:

-¡Coño!. En Cangas conozco yo a un personaje único! Lo mismo lo conoces

-¿Cómo se llama?

-Emilio, Emilio Morocho

Y allí se iniciaba una conversación en la que Emilio se erigía en protagonistas festivo y entregado a la causa fuese ella la que fuese.

Junto a otros de su misma o cercana edad, conformaron desde los inicios de los sesenta una endiablada forma de vivir y ser cangués de las que comenzaron a dejar constancia en Madrid lugar al que, al menos teóricamente, se había trasladado a estudiar. Y a fe que, al menos en lo que a la vida respecta, lo hicieron.

De entonces es probable que le viniese el gusto por la Literatura y la poesía. Fueron más de una vez las que, en plena juerga de un tipo o de otro, se arrancase recitando cual consumado actor de teatro. Testigo fui de ello en más de una ocasión y también testimonio de ello dejé en estas páginas

 No sé en qué fecha sería, quizás por los setenta. El caso es que entré en el Bar Blanco y allí estaba Emilio con unos forasteros.

-¡Oye Mera, ven para acá!. Mira. Voy a presentarte a Goytisolo, (no recuerdo bien si era Juan o José Agustín, aunque me inclino por este último) un buen amigo, me dijo señalándome a quien le acompañaba

Debió de quedarme cara de pasmado por cuanto Emilio hubo de repetirme la presentación.

¡Pero qué carajo pintaba en Cangas Goytisolo alternando a compuestas con el Morocho, J.Puente y alguno más, me dije.

Me quedé con ellos y terminamos al amanecer recitando versos y soltando dicharachos en el puente sobre el Narcea de La Regla de Perandones en una de cuyas casas, de otro amigo del Morocho (Celso), se habían aposentado. Y ello podía repetirse en cualquier momento y con cualquier inesperado personaje de cualquier parte del mundo. Y se acrecentaba en los días festivos del Carmen, días que Emilio vivía aún más intensamente si ello era posible.

Las paredes del Blanco, del Chipi, y de otros tantos chigres cangueses, podrán dar fe de cuanto aquí digo. Y aún más también podrán hacerlo los de otros lugares de los concejos cercanos o de cuantas aldeas de los mismos a uno pueda ocurrírsele, como Tebongo o Los Semellones; o tal le pasó al firmante en Villar de Vildas, en Somiedo, cuando realizaba un reportaje sobre un hombre que en lugar de cerdos criaba jabalíes en sus cuadras, y cuando lo del Pueblos Ejemplar no era aún ni tan siquiera una idea. Pues allí también conocían al Morocho.

Y en estos primeros días de otoño cuando comienzan aparecer las setas, en su eterna originalidad Emilio ha preferido marcharse a buscarlas a las grandes praderas de Manitú en lugar de llegar al Blanco a media mañana con su cesta repleta.

-¡Morocho!. ¡Cualquier día me envenenas a la clientela!, le gritaba jocoso Pepín.

-Pig, pig, pig, le contestaba Morocho haciéndole un corte de mangas

E impertérrito se introducía en la cocina con Engracia saliendo poco después con un plato de setas con jamón que ofrecía sin más a cuantos por allí anduviesen.

Como ya les he señalado, tanto a Emilio como a los que ya cumplimos los setenta, nos tocó vivir en Cangas una época gloriosa, aquella en que la villa comenzó a dejar atrás su única esencia rural para abrirse al comercio y la industria a través de la eclosión minera y el estallido económico que ello trajo consigo. Había trabajo, había inversiones y había dinero. Los sueldos iban muy por delante de los precios y el movimiento económico era muy fuerte. Se trabajaba, claro que se trabajaba, y duro. Pero también se juergueaba a toda pastilla y a todas horas. Cuando no eran unos eran otros, los horarios parecían no existir, tan solo las entradas y salidas de los turnos de la mina marcaban el frenético trascurrir del tiempo.

Fue un tiempo también en que las fiestas del Carmen dieron un salto de calidad y de expansión a nivel regional y la Descarga alcanzó su mayor nivel saltando incluso a los informativos nacionales.

Son esos años en los que se agranda la figura de una serie de cangueses que, como le sucedió a Emilio Morocho, se convirtieron en universales propagandistas de lo cangués y relaciones públicas acreditados de todo cuanto aquí sucedía o había sucedido. Su canguesismo rompió fronteras y clases sociales.

Cuando hace ya algunos años Emilio perdió la voz, todos creímos que se retiraría; pero que si quieres arroz. Con peculiar forma de chistear acudía acá o acullá y se las arreglaba para explicarse o liar alguna a éste o aquel.

Fue después, cuando el ánimo comenzó a decaer y la enfermedad a minarle, cuando comenzó a no dejarse ver; y cada vez se fue recluyendo más en su casa hasta prácticamente no salir en absoluto en estos últimos años.

Se nos ha ido el Morocho y aquí estamos un poco tristes. Pero esa tristeza nos durará poco por cuanto sabemos que se encuentra allá en la otra Cangas, en esa que estoy seguro existe en algunos de los espacios infinitos del Universo. Y en ella le están recibiendo con gran jolgorio, en el bar que allí instaló Don Herminio, el cura del Acebo, al ritmo de la gaita de Fariñas, los clarinetes de Neto y Serranín, el bombo de Chapinas, la caja de Cándido Membiela… mientras Manolo Miranda, Tino Turrones, Alfonso Rueda, J.Puente, Manolo Paz, Pin Rengos, Mari Café, Nel Cuesta y un buen nutrido grupo de cangueses de pro que allí se encuentran entonan el “Cangas mi Cangas”.

Y al año que viene, como ocurre todos los años cuando llega el momento de la Descarga, todos ellos acudirán a ese furaquín que hay en el cielo y por el que se asoman entusiasmados cada 16 de julio a animar a los tiradores.

¡Hasta siempre Morocho!

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R. Mera

Un comentario en «“El Morocho”, referente de una especial época canguesa»

  1. Igualita que esa camisa que lleva puesta me vendió a mi mas de una una Wrangler en los años 70 y muchos pantalones de la misma marca, toda una modernidad para aquellos tiempos Que gran persona, no lo olvidare jamas, cuando me entere de su enfermedad me dio un vuelco el corazón, hoy me entero por ti de su muerte, pues no vivo en Cangas y digo !Adiós amigo que Dios te tenga en la gloria¡ Siempre te recordare con la caña en las manos, que gran pescador y que buena persona D.E.P.

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