BERZOCANA.- Un vascorrío culeao
Sea paciente el lector menos avezado en el habla berzocaniega, incluso de gran parte de Extremadura si me apuras, que a lo largo de este relato daré cumplida cuenta del porqué de la expresión y entenderá perfectamente no solo su significado sino su especial esencia.
Iniciábase en la Real Villa la década de los sesenta en pleno auge de los trabajos agrícolas, aunque ya se había iniciado el doloroso éxodo que llevó a muchos de nuestros paisano a la emigración, a Europa primero y a las grandes ciudades (Madrid, Barcelona, Bilbao) después.
Así que aún tardaría unos años en iniciarse la vuelta de muchos de ellos y de sus hijos a casa para pasar el verano. El venir a veranear al pueblo con todo lo que ello supuso y aún hoy en día sigue suponiendo.
No es de extrañar pues que la presencia de forasteros fuese algo celebrado y cotilleado por lo que de extraño y novedoso suponía en el contrastar otras formas de hablar, de actuar o de vestir. El despertar de la curiosidad ante la presencia de lo nuevo, de lo distinto.
Ni que decir tiene que en estas circunstancias de no pasar nada en el año, salvo las programaciones eclesiásticas en la celebraciones de los Santos (La Aparición, San Fulgencio, Santa Florentina) cargadas más de actos religiosos que de cosa distinta alguna, las fiestas de agosto viniesen a erigirse en un acontecimiento que rompía a lo grande todo el monótono discurrir de la vida diaria y, no diré de los fines de semana que como tal no existían, sino de la de los domingo, con su rosario y la tarde de baile en el de tía Anita con Fujo al saxofón y la estricta vigilancia del cura y el cabo de la Guardia Civil en pro de que se cumpliesen cuantas normar morales, políticas y sociales, regían en aquellos entonces, algo que llevó a mi amigo Fujito, sentados en el Rollino, a explicarnos a Luis Guarrino, a mí y algunos otros, lo difícil que era arrimarse algo a una moza sin que don Delfín, el cura, se enterase.
Y es precisamente en este ambiente donde quiero situar la llegada a Berzocana, generalmente en la semana de las Fiestas, de mis tíos Demetrio y Blasa, de Navalmoral, donde él ejercía como secretario de la Hermandad de Labradores y Ganaderos, puesto que también desempeñaría después mi padre en el pueblo.
Ya he contado en alguna ocasión el original matrimonio que conformaban. Ella era de Berzocana y él verato. Pero el caso es que generalmente el berzocaniego ejerciente era él que, en palabras de su mujer, `se desataba´ en cuando llegaba al pueblo y no había hombre más feliz en el mundo. Con ellos llegaba su hija, María Josefa, con la que mi primo Juan Pastor y yo congeniamos siempre muy bien y alguna de cuyas aventuras vivimos ya he narrado en estas páginas (Un cocido de ida y vuelta).
Era Deme un hombre abierto y campechano, saludador de todos aquellos a los que conocía, fuese alta o baja la relación, dicharachero y amigo de la jarana y el de provocar buenos momentos allá por donde anduviese. Y en Berzocana se encontraba a este respecto como pez en el agua. Era alto y un tanto desgarbado, ‘cargado de espaldas´se decía entonces, con un bigotín muy de la época y de clásico vestir. Su mujer, por el contrario, era circunspecta y se mantenía siempre en su sitio, quizá como compensación contra la impetuosidad de su marido. No pisaba la calle sin proceder antes a una completa adecuación de su figura en el vestir o en el acicalamiento. Conservaba aún rasgos de belleza juvenil y sabía jugar con el abanico cuando se sentaba a la puerta con unos y otros, siempre comedida y tremendamente educada. Hasta en el físico era la contraposición a su marido: delgada y elegante, prudente en el decir y muy orgullosa de su ser berzocaniego. Había ejercido como enfermera durante la guerra y la postguerra y ejercía su religiosidad.
El domingo de las Fiestas, Deme avivaba el discurrir de la misa y el posterior acto de “tocarse a los Santos” y se salía del templo en busca de compañía que no tardaba en encontrar en el atrio, pues ya saben mis pisanos que siguen este relato que desde los tiempos de la tal Maricastaña aquellos han sido proclives a seguir el Santo Oficio desde la calle, en la distancia y bajo los álamos.
-¿Qué?, habrá que ir acercándose donde Emilino, que luego van todos en manada y no cabemos, decía al más cercano refiriéndose al bar del mismo nombre
Y bien mi tío Manolo Portales, o Manolo Mariscal, o Juan Hidalgo, u Horacio, siempre encontraba a alguien dispuesto a alejarse entre bromas bajando hacia la Plaza Vieja a visitar a Emilino [R1] , primera estación de las que habra que hacer en tal día como a la festividad correspondía
Y he de hacer aquí un inciso para señalar que los mejores culeaos los vi en la calle de mis abuelos paternos, en el número 1 de la actual calle San Fulgencio. En las fiestas, en cuando llegaban por allí los músicos, no más allá de un saxo y una caja, quizás también una trompeta de cuando en cuando. En cuanto eso sucedía, mi tío Deme salía raudo de casa gritando a la vecina:
-¡Teresa!,¡ Teresa! ¡Sal p´afuera que vamos a bailar un buen culeao!
Y Teresa salía escopetada de casa quitándose el mandil
-El joío p´ol culo éste, pero que culeao ni qué coño. ¡Anda ven p´acá!
Y comenzaban a bailar a todo trapo embistiendo con sus traseros a cuantas otras parejas del vecindario se iban incorporando. Aquello venía a constituirse en la verdadera esencia del baile, era lo único que se buscaba. Ni que decir tiene que la diversión estaba completamente asegurada entre gritos, decires, picardías y dicharachos.
Y los músicos que se percataban de la situación paraban y arreciaban de nuevo en su son a la vez que los vecinos salían de aquí y de allá y se concentraban en improvisado baile festivo.
Teresa y Deme no hacían buena pareja, las característica del primero ya las hemos señalado y Teresa era bajita y regordeta, animosa en todo y con genio, o más que genio, cuando algo no la gustaba. No era este el caso y con Deme lo pasaba en grande.
¡A ver muchachos, un vascorrío!, pedía Deme
Y los muchachos debían de conocer sobradamente el tal género musical por cuanto se lanzaban a todo trapo acelerando un vals hasta el máximo.
Creo recordar vagamente que en lo referente a este tipo de vals de tanta raigambre berzocaniega ya he hablado en otra alguna remembranza, pero por si ello no fue así, les explico:
El avezado lector ya habrá adivinado que la tal denominación de “vascorrío” no es sino una exagerada contracción de los vocablos “vals” y “corrido” que configuran la definición de una pieza musical denominada “vals corrido”.
El vals es un elegante baile musical a ritmo lento, originario de Austria que conquistó su rango de nobleza en Viena expandiéndose rápidamente a otros países. En su origen tenía un movimiento lento aunque, luego se convirtió en una danza de ritmo vivo y rápido. Su característica más significativa es que sus compases son de 3/4. Los tiempos suplementarios, en el paso de vals, se bailan apoyándose, alternativamente, en cada una de las piernas, permitiendo así, una ligera elevación que acentúa los giros.
Y esto “la acentuación en los giros” era lo que mejor se las daba a Deme y Teresa. Estos “vascorríos y culeaos tenían también mucho predicamento entre la moceá que en aquellos entonces acudía al baile de tía Anita.
El caso es que año tras año, y mientras el cuerpo se lo permitió, Deme y Teresa bailaron sus “culeaos” el sábado y el domingo de la fiestas para solaz y recreo de ellos mismos y de cuantos por allí pululábamos, especialmente de los vecinos que se unía al baile.
Y como siempre vengo en decir al terminar estos relatos: eran otros tiempos, eran otras gentes.