14 de abril de 2020. Martes de Pascua: de Verea
Llevo treinta y dos días enclaustrado, como el resto de los españoles, cumpliendo la impuesta cuarentena que nos ha traído el mal encontrado Coronavirus. Durante todos ellos vengo escribiendo diariamente un artículo para mi página del blog “De acebo y jara” y una crónica para la emisora local de Onda Cero. “Diario de un enclaustrado” se titulan uno y otra. Otra de mis obligaciones consiste en efectuar largos paseos pasillo arriba y abajo haciéndome a la idea de que los hago por estos y otros caminos de allá y acullá.
Día de Verea en tropel
Y hoy me la ha vuelto a jugar el largo pasillo de estos paseos de enclaustrado. De un salto, al doblar para dirigirme al salón e iniciar la vuelta, me he encontrado de pronto en la Plaza de Berzocana, junto a la Audiencia.
Es día de Verea. Está de sol y de primavera avanzada. Llenan el espacio olores sentidos, y otros adivinados, mientras la muchachada va y viene como aparentando hacer pero sin hacer absolutamente nada. Se bromea y se grita sin venir a cuento. Más allá, hacia la puerta de doña Inés, la Viuda, otro grupo integrado por jóvenes ya bastante más talludos que nosotros se interpelan a gritos por no sé qué problemas surgidos con una damajuana de vino.
Por allí andaban Ramón Gordito, Pedro Ramono, Pepe el de tío Diego, Juan Pedro Tejero, Currando, Alfonso Velaero y Nicanor Sopinas entre otros. También se dejaban oír las mozas.
He llegado a la plaza con Juan Luis Canelo que lleva del ronzal el burro que le ha dejado su padre, tío Juan Pedro, para la ocasión, y en el que cabalgaremos ambos. Vivían enfrente de la casa de mis abuelos en la cual después también viviríamos nosotros. Frente a mi impaciencia, Juan Luís aprieta con parsimonia la cincha del aparejo y comprueba la jáquima en todos sus extremos. Parece que ya entonces él había descubierto el eslogan de Tráfico “la seguridad ante todo”. Lo hace con gran cachaza, con la misma que emplea para todo, sea para trabajar o para jugar. Es lento hasta en el hablar. Aún sigue igual. Su madre, tía Teresa, de genio inquieto y decir atropellado y rápido le increpaba para que espabilase.
-¡Canelón!, que eres un canelón, le decía en referencia a su apodo de Canelo heredado de sus mayores por línea paterna. Lo que no se es explicarles a qué hacía referencia concreta el tal apodo; a mí el sustantivo solo me lleva a la referencia de un color.
Y dado que canelo es un color marrón claro con un tono rojo, como la canela, quizá hiciese el apodo referencia al color del pelo que en su día pudo tener algún antepasado suyo. Tía Teresa hacía su particular interpretación y venía a tenerlo como un calificativo despectivo que definía la pasmosa tranquilidad de Juan Luis.
Cuando llegamos ya estaba allí su primo Luis Guarrino, bastante más inquieto, que preparaba un burro que tiraba a blanco y que también le había dejado su padre, tío Pepón, que por allí se encontraba dando las últimas instrucciones y reconvenciones tanto a Luis como al que cuadraba. Era hermano de tía Teresa y claro, el carácter venía a ser muy igual.
Otro tan parco en el decir o más aún que Juan Luis era Julián Gondina que llegó con una mula mu falsa según criterio del dueño y debido a lo cual procuraba que el resto de la tropada no nos acercásemos mucho a ella. Creo que Julián se entendía con ella por gestos. No ha cambiado mucho al respecto y es hoy el día en el que cuando nos vemos en el pueblo me cuesta dios y ayuda sacarle una frase entera. Lo suyo es como mucho sujeto, verbo y predicado; nada de copulativas y menos aún de subordinadas.
El grupo iba en aumento y venía a definir un conglomerado de caracteres y personalidades que se complementaban y aunaban viniendo a confluir en una amistad que en muchos casos aún perdura. Y acaparando la atención de todo el mocerío masculino en ciernes andaban por allí la Teresa Obispa y la Maruja Chocera que, vecinas de las Carretas y La Corte respectivamente, lucían su palmito adecuadamente preparado para la ocasión. Y no piensen en pantalones más o menos apretados, en aquel entonces casi ni nosotros los teníamos, nos bastaban unas calzonas más o menos decentes.
Y zascandileando de grupillo en grupeto andaban Juan Chítala con sus eternas bromas y gestos buscando “un transporte cómo y rápido que no se mueva mucho”. Tras bromear con unos y otros comprobando los tales “vehículos” decidió que iría con Guarrino aunque este prefería que montase con él una de las chavalas que también venían a la Verea.
Rechazó el ofrecimiento de Manolo Mecalienta que aseguraba que más tranquila que su burra no había caballería alguna en el pueblo. Con Mecalienta estaban su hermana y el hijo del cabrero del pueblo, de los que era vecino, pero siento no recordar su nombre.
Aquello aumentaba y aspirantes a mozos y mozas nos sentíamos importantes y alborotábamos galleando pretendiendo hacernos notar de uno u otro modo. Pronto quedamos todos un tanto empequeñecidos cuando llegó Juan Sopinas caballero en caballo tordo con montura y todo. Así cualquiera.
Por la calle Nueva aparecieron Tomasa, la de la Plaza Vieja, Fefa Cuadrado y la Rosa Cachila acompañadas de una media docena de chavales de aquellos barrios. El grupo no cesaba de amentar.
Se originó un pequeño revuelo. Miguel Esquilina y Antonio Zamarrita discutían acaloradamente por cuanto el primero aseguraba que Zamarrita le había dado un golpe en la fardela en que llevaba la merienda y le había roto el huevo cocido. Para comerlo le daba igual, pero había quedado muy lucido y bonito después de que su madre se lo hubiese cocido “mezclando dos clases de cebolla distintas”. Esquelina quería haberlo mostrado orgulloso cuando llegase el momento. No llegó el agua al rio y terminaron bromeando con el doble sentido sobre lo que significaba romper un guevo o rompérselo.
Habrán de saber mis más jóvenes lectores que aunque aquello era una excursión, las mochilas de diseño, coca-colas, botellitas con agua, sillitas, gorras para el sol, galletas, bebidas isotónicas y demás zarandangas actuales brillaban por su ausencia.
No recuerdo especialmente que día de Pascua era y que menú correspondía en consecuencia, pero podemos convenir que en aquellas pequeñas tarteras, bolsas de trapo, y zurrones de todas las formas, no faltaban ni el bollo de Pascua ni el huevo de colores cocido con cebollas. Algunos burros llevaban alforjas y en ellas se iban depositando los bultos, tal cual ocurre ahora con los maleteros de los autobuses en las excursiones. Las empanadas eran ya otra cosa dado que aún opositábamos a mayores y tal manjar era de un rango superior al que aún no teníamos acceso. Sí abundaban las morcillas de patata o calabaza y el queso. Chorizo, poco. Bueno, el muy bandido de Chítala llevaba chocolate. Al menos media libra. Al final entre Esquelina, Rafa el de tío Lorencito y él se lo zamparon.
La Carmencita Curina, con su vocecita un tanto atiplada, se acercó hasta nosotros; quería enseñarnos lo bien que le habían quedado los huevos cocidos. Nos explicó que tras cocerlos con cebolla como era preceptivo los había acabado de decorar pintándolos con su propia mano. La verdad es que no la hicimos mucho caso, tanto es así que se dirigió a otro grupo. Con los años terminó ingresando en un convento.
Jesús Balaguera, que era más del verano que de estas fechas primaverales y que vivía donde tía Brígida Cotrina, andaba todo el rato al retortero de Mari Carmen Mejías que, en compañía de la Rosa Sopinas, se reían con algo que las contaban Geni y Paco, hijos del cabo de la Guardia Civil. A ellos se incorporó Antonio Huete, hijo del secretario del Ayuntamiento. Arrancó el grupo que se encontraba al otro lado de la plaza y nosotros seguíamos aún en continuo ir y venir, dar vueltas sin sentido, gritar y picar a unos y otros. Julián Barrigaldo se incorporó tirando del ronzal de una mula muy tranquila, creo que de puro vieja.
De la Calle Honda emergieron Pedrín, el de La Corte, que venía un poco como a tomar el mando de la expedición, Canete, Manolo Quiste y su hermana Rosalía, Luis Gordura, Maruja y Palmira, de la Corralá de las Carretas, Daniel Comunes y su hermana Catalina, Chelines, el del Guarda Montes, Amalio, el que vivía en casa de tía Narcisa, que era hermano de Amando, Filipino, siempre enfurrruñao,Constante que, pese a su cojera, se empeñaba en encabezar el grupo, y al menos otros tres o cuatro.
Por la calle Velarde apareció por fin el grupo que faltaba para completar la partida. A la cabeza, la Candela de tío Paco el Manco, seguida por la Palmira Gordita, Fujito Pio, Pepe Tejero, Diego Tostao y su hermana Micaela, Curina,(que era hermano de Carmen), Sebastián y otros tres o cuatro. Cerraban Marchena y la Irene que entonces ni siquiera intuían que terminarían casándose y peleando en los veranos con unas cuantas nietas. Detrás del grupo apareció llamándolos Sandalio Merino que llevaba de la mano a su hermana Maribel que, aunque almorranera (de Logrosán) era de nuestra edad y pasaba largas temporada en Berzocana en casa de la abuela Trini.
Casi al lado nuestro, David Paterno, Jarilla yLorenzo Coleto charlaban animadamente con Parrala que sujetaba por la jáquima al burro con el que cientos de veces, sino miles, subió a la Sierra o sus cercanía a por jaras para mantener el horno de pan que regentaba su madre. Hasta Tarra se acercó para traer el burro a su hermano Pablo Chichas, compañero inseparable, que trataba de evitar a la Pili Polina que quería mangonearlo todo y deseaba que llevase en el burro a su hermana Fefa, que era más pequeña, cosa con la que Pablo no estaba muy de acuerdo. También apareció por allí la hermana de la Visi, la de la Fábrica, que creo que se llamaba Toñi; ambas eran de Guadalupe.
Sentado en el rollino, enfadado consigo mismo y con el mundo, Paco Pilón no quería saber nada de nada. ¡A saber que mosca le había picado!.
Los que disponían de caballería empezaron a montar. La Carmen Grilla, la Adelay la Magdalena Orejinas se acercaron a meter en nuestras alforjas sus merenderas y se fueron gritando a los que llegaban.
En ese momento Esquelina y Chítala se acercaron sigilosamente para susurrarnos a Pablo y a mí que la Juana Salera había traído una botella de vino y una gaseosa grande que la había dado su padre que tenía un bar junto a la iglesia; que a la hora de comer había que sentarse cerca de ella “a ver si nos toca algo”. No pude luego comprobar si ello era o no verdad.
Habían sonado ya las diez en el reloj de la iglesia cuando nos pusimos en marcha por la carreta de Logrosán. Al pasar por el pilón se produjeron los inevitables chapoteos y salpicaduras de unos hacia otros, principalmente de los chicos a las chicas.
Y allá vamos todos en tropel y desordenados carretera abajo, unos en burro, otros a pie y otros andando tal y como el momento y la tradición requerían, levantando polvo y voces, incordiando los unos a los otros y los otros a los unos sin distinción alguna de sexo y con gran algarabía. Y así fuimos hasta la última revuelta desde dónde dejamos la carretera metiéndonos por un camino de pronunciada pendiente que bajaba hasta el rio y que luego subiría de nuevo dejándonos junto a las casas del Prao Sordo, lugar escogido para nuestra Verea, aunque no tengo ni idea de quien lo decidió.
Ahora me pregunto cómo era posible organizar tal barullo para ir a pasar el día a unos muy poquitos kilómetros de casa. Pero era lo que entonces teníamos, era la oportunidad de juntarnos todos y de pasarlo bien, sobre todo las chicas, entonces muy, pero que muy controladas, en casa,. Y por ello lo aprovechábamos a tope.
Desmontaron unos, se sentaron o tumbaron otros en el suelo ya pleno de verdes y se formaron unos cuantos de corros según afinidades. Y en ese momento choque con la pared del pasillo, y ello puso fin a mis ensoñaciones de antaño.
De lo que ocurrió a lo largo del día y en la vuelta les daré cuenta en otra ocasión. Ahora haría este relato demasiado largo y yo necesitaría reanudar de nuevo mi paseo de enclaustrado.
Verea. Vereda: Camino estrecho que se ha formado por el paso de personas y animales.
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