En los años cincuenta, el invierno tan solo era invierno
Unas latas con brasas eran “las calefacciones individuales portátiles” con las que acudíamos a la escuela
En aquel entonces no existían alertas meteorológicas, ni colores para distinguirlas, ni previsiones de llegadas de unos u otros frentes de acá o acullá y mucho menos criogénesis explosivas. Entonces simplemente era invierno.
Estábamos en febrero y era el día de San Blas, tres del citado mes. Lo sabía porque el día anterior habíamos estado en la procesión de las candelas, la Virgen de la Candelaria, que llegaba hasta el campo de las Carretas, donde hoy se encuentra el cuartel de la Guardia Civil, y en la que se había pedido por la lluvia con el monocorde cántico de las letanías, en latín como era entonces preceptivo: Cristo áudi nos…, Cristo exaudi nos… Mater file Dei…, mientras las mujeres intentaban proteger la llama de las velas del frío aire que soplaba desde la sierra. El otoño y lo que se llevaba de invierno habían sido demasiado secos y se temía por las cosechas.
De otra parte, mi madre siempre nos repetía la misma cantinela referida al citado mes: “El primero Santa Brígida, el segundo Candelaria, el tercero San Blas, arrea que te queas atrás”.
Yo cumplía el ritual señalado: el día uno felicitábamos a tía Brígida “Cotrina” en su caserón de la calle Tiendas y a la que siempre conocí muy vieja y envuelta en eternos lutos. El día dos asistíamos a la misa de las candelas y a la procesión y el día tres nos lo pasábamos mirando hacia la torre para ver si las cigüeñas llegaban o no llegaban, aunque casi siempre lo hacían antes.
Y decía que era invierno. Tras la procesión, con las manos heladas y las rodillas doloridas, ya que con las calzonas quedaban al aire, acudí corriendo a casa para coger el cabal y salir pitando a la escuela. Mi abuela Juana ya me tenía preparada la lata con la “calefacción portátil e individualizada” que entonces utilizábamos. Consistía en latas redondas, generalmente de sardina arenque o algo parecido en las que, haciéndolas dos agujeros, se colocaba una especie de asa de alambre que te permitía llevarla de casa a la escuela. En la mayoría de los casos cada uno se las apañaba para disponer de unas brasas que te calentasen en los fríos edificios escolares. De la calefacción aún no había comenzado ha hablarse. Con paja y palos pequeños y a base de soplar y toser con el humo se iniciaba el fuego. Seguidamente se agregaban palos más gruesos hasta lograr la brasa, el que lograba un poco de picón era el rey. Esto había que conseguirlo antes de entrar en la escuela ya que si humeaba o daba mucho olor te mandaban sacarla y adiós calefacción.
Salía yo de casa con mis brasas cuando pasó delante de mí a todo correr Martín “La pardilla” haciendo girar la lata con matemática precisión en un amplio arco a su alrededor, sujeta por una cuerda, mientras que, simultáneamente, corría a toda velocidad. Esta era una especial manera de avivar el fuego o llegar a la escuela sin que aquello se apagara. Martín y otros como él eran verdaderos expertos en esto aún cuando no habían oído hablar ni por asomo de las fuerza centrípetas y centrífugas No se muy bien de dónde venía lo de “la pardilla”, quizá en alusión a la hembra del pardillo, pájaro escurridizo con el plumaje pardo rojizo, negruzco en las alas y la cola, encarnado en la cabeza y el pecho, y blanco en el vientre. Lo de “escurridizo” cuadraba perfectamente. Martín lo había heredado de su padre, Julio, y éste a su vez, del suyo, también Martín. Era ágil como un conejo y rápido de acción y reflejos. Abultaba muy poca cosa y tenía una cara alargada, marcada por surcos de alguna enfermedad, quemadura o por el frío y la intemperie, sobre la que destacaban unos ojos un tanto saltones y siempre avizor. Nunca le vi un momento quieto. Era la actividad permanente, “como el azogue” decía tia Berenguela que, como él, vivía en la calle Las Cortes. Su casa tenía un enorme portalón y unos poyos a cubierto en los que los muchachos del barrio nos refugiábamos a jugar cuando el agua o el frío apretaban.
Pasó Martín, como digo, a toda velocidad y detrás fuimos bajando por la calle Honda (léase con la h muy aspirada) unos y otros. En la plaza me encontré con Miguel González, Esquelina. En eso de las calefacciones portátiles era el que más suerte tenía. Disponía de virutas y trozos de madera, provenientes de una especie de carpintería que tenía su padre, que hacían unas brasas buenísimas, y que duraban mucho. Nuestros palos apenas alcanzaban la primera hora de clase. Las manos se quedaban como témpanos y había que frotarlas mucho unas contra otras para poder coger con algo de fuerza el lápiz o el pizarrín. No recuerdo haber visto nunca a nadie con guantes, tan solo en alguna foto de algún recorte del ABC
Pero el frío del invierno no podía con nosotros. Y tampoco nos obligaban a encerrarnos en casa como sucedería en estos tiempos. Con pantalones cortos, las célebres calzonas, algunos de los cuales, sobre todo las de los más pequeños, tenían un abertura en el lugar donde la espalda pierde su honroso nombre, que se habría al agacharse y les permitía cagar en cualquier lugar sin mayores problemas. Pues bien con estas calzonas, las rodillas llenas de heridas y costra de otras anteriores y, al igual que los muslos, rojas por el frío, corríamos tras una pelota, muchas veces de trapo, y especialmente de goma por una plaza entonces de tierra y totalmente inclinada desde el ayuntamiento hacia la carretera de Logrosán. Incluso había verdaderos héroes, como Sananes y Samuel, que jugaban con unas sandalias de goma que dejaban el pié prácticamente al descubierto o incluso, si necesitaban más velocidad sin ellas. Los charcos y el barro nunca habían sido impedimento para nada.
¿Catarrros?. Muy pocos, no teníamos tiempo. La única forma de combatir el frío era corriendo y jugando. Y a fe que lo hacíamos, aún en pleno invierno.