BERZOCANA.-Un cocido de ida y vuelta
Calentaba el sol de agosto. Las piedras de las calles de Berzocana ardían cuando el reloj de la torre marcaba, grave y solemnes en sus campanadas, las dos de la tarde.
Calle del Arco arriba, mis primos Juan y María Josefa corrían conmigo hacia casa.
-¡Las dos, son las dos!. ¡Van a matarnos!
A la vez que corría, Juan gritaba encasquillándose como en él era habitual cuando se ponía nervioso. Le apodábamos Cotrineja porque al decir de su familia, tenía muy mal genio y era igual de rabioso que tía Brígida Cotrina, una parienta lejana ya vieja en aquel entonces.
María Josefa, Fefa, era veraneante. Si, en aquel entonces, cuando la década de los cincuenta enfilaba su final, se podía decir ya que había veraneantes, muy pocos, pero algunos aparecían de vez en cuando Su padre era verato y su madre de Berzocana, prima hermana de mi padre y de la madre de Juan. Demetrio y Blasa se llamaban y ambos eran entusiasta del pueblo, quizás él aún más que ella. Vivían en Navalmoral y en cuando llegaban las fiestas de agosto se acercaban unos días a Berzocana.
Los tres estábamos muy unidos (aún lo estamos) y juntos vivíamos nuestros juegos y callejeos en la libertad de los veranos de entonces.
El caso es que en el Rehoyo (con su h profundamente aspirada en el decir extremeño) se nos había ido el tiempos de las manos ajenos al calor y sordos a las campanadas del reloj. Ahora tocaba correr.
Y a carreras subimos las escaleras hasta la cocina de la casa de mis abuelos Juan Luis y Encarna, en lo que hoy es Cale Santa Florentina, y los tres nos fuimos directos a la tinaja del agua bebiendo atropelladamente de un descascarillado vaso de porcelana que unido a una cuerda colgaba de una de las asas.
-En la mesa tenéis los garbanzos, así que ya podéis sentaros a comer. Nosotros ya hemos terminado
La voz de mi tía Nicolasa, madre de Juan, sonaba a regañina.
-¡Garbanzos!. ¡Yo no quiero garbanzos! Exclamó la Fefa haciendo un mohín y sentándose con brusquedad.
-¡Ni yo! Dijimos al unísono Juan y yo uniéndonos a la protesta
-¡Encima con protestas!. Haber venido antes. Y mi tía Nicolasa se acercó amenazadora hasta la mesa colocando los platos bien cerquita de cada uno de nosotros
-Pues yo quiero una tortilla, reclamó mi prima dando con la cuchara en la mesa.
Casi sin tiempo para el segundo golpe, la tía se la arrancó de la mano y la puso en la mesa diciendo amenazadora
-¡Ni tortillas ni tortillos! ¡A comer garbanzos los tres!. ¡Y sin dejar ni uno!
Antes de seguir con mi historia permítanme, sobre todos los más jóvenes, que les dé una somera idea de cómo eran aquellos cocidos de los años de mi niñez, allá a mediados de los cincuenta.
Los garbanzos, cultivados en los huertos de los alrededores del pueblo, en el Valle o en la Serranita, eran duros como balines. Daba igual que se les pusiese a remojo toda la noche anterior y que se les agregase bicarbonato en el agua. O que cociesen horas y horas a la lumbre. Ni por esas. Tanto es así que Samuel, el de la Fuente Nueva, y algunos otros como Sananes, los utilizaban como proyectiles para el tirador (tirachinas o gomero) con peligro de escalabraura para el que recibía el golpe en la cabeza.
Como compango o condumio los solían acompañar una media morcilla de calabaza y un cachito de tocino para que soltase algo de grasa. Incluso, contaba mi abuela Juana, no sé quién del pueblo utilizaba el cacho de tocino para varios cocidos. No se lo comían hasta que llegaba ya escurriíto al último. Si eran varios de familia se daba el trozo mayor al padre y el resto se partía disminuyendo la porción de los mayores a los pequeños
Si no llegaba, la madre solía ser la que quedaba sin ración. Igual ocurría con la morcilla. Y si en los festivos se añadía un cacho de chorizo, éste pasaba a ser casi en su totalidad para el padre “que necesitaba más fuerzas para trabajar”. Quizás de aquí venga el dicho de “cuando seas padre, comerás morcilla”. Para animar los dichosos garbanzos se agregaba una ramita de hierbabuena. Y ese olor sí que aún lo tengo presente en mi memoria olfativa.
Ya habrá adivinado el lector la poca sustancia que el caldo de su cocción aportaba la sopa de pan que se ponía de primer plato.
Pues estos eran los garbanzos que teníamos delante de nosotros. De la sopa (que tampoco nos gustaba) ya no había.
-Eso os pasa por llegar tarde, decía mi tía.
Un rato después aún seguían los garbanzos en los platos y nosotros enfurruñados
-¡¿Así que no queréis, eh?!.¡Pues hale, castigados sin comer!. Y os vais al corral que nosotros nos vamos todos a siesta.
No estaba mal. Al menos no nos encerraban en una habitación, o en el sobrao en cuyas trojes mi tío Manolo Portales (marido de Nicolasa) guardaba los cereales y otros productos del campo.
Y allí nos fuimos encantados los tres, incluso orgullosos de habernos salido con la nuestra dejando en el plato los garbanzos
El corral estaba situado en la corralá de enfrente de casa, al fondo ciego de la misma. Era entonces más grande que ahora ya que sobre parte del mismo se construyó después una casa y en él no había animales, tan solo leña, picón y trastos.
Y precisamente por la acumulación de tanto trasto inservible en su mayoría, no nos costó mucho iniciar juegos de todo tipo y pasar el tiempo encantados. Hasta que llegó la hora de la merienda. La merendilla que decíamos. Y volvimos a casa decididos
-Queremos la merendilla, dijimos acercándonos a la mesa
-Sentaros que ahora os la pongo
Y nos sentemos con gran gazuza esperando la llegada de al menos un cacho de pan y morcilla patatera. Ilusos de nosotros. Mi tía llegó y nos colocó delante los platos con los garbanzos de a mediodía. Seguían duros y estaban fríos. Ni los probamos.
-¿No queréis?. Pues nada, al corral
Iniciamos una serie de protestas y Juan amagó con el inicio de pataleos y volteretas, pero se frenó viendo la mirada de su madre.
-Pues a mí si tienes que dame la merendilla que soy forastera, y estoy de veraneo, argumentó sin mucha convicción la Fefa
-¡Al corral!
-Cabizbajos enfilamos la corralá sin decir palabra
-¿Y ahora qué hacemos?
-¿Jugamos a las misas?
Era esta una solución bastante utilizada entre nosotros pues tanto la Fefa como nosotros éramos nietos de sacristanes; yo incluso también hijo, y la relación con las cosas de la Iglesia era muy fluida y abundante.
Rápidamente creamos el ambiente apropiado. Con dos troncos y una tabla improvisamos un altar no más alto que nuestras rodillas pero perfecto en nuestra imaginación. Con un trapo de color me improvisé una casulla y coloque una tira ancha y rota de manípulo colgando del brazo. Sería el oficiante.
Juan actuaría de monaguillo para lo que se agenció una vieja campanilla que en su día habría colgado del cuello de alguna cabra. La Fefa colocó una silla un poco alejada del altar y arrodillándose en ella se colocó a la cabeza otro trapo que, aunque viejo y roto, haría estupendamente las veces de velo. Muchos recordareis (y a los otros os lo digo yo ahora) que entonces era obligatorio para las mujeres acudir al templo con la cabeza cubierta, y mi prima cumplía esta norma dando así formalidad al juego.
-Introibo ad altare Dei, inicié el oficio persignándome a la vez que lo hacían Juan y Fefa
Y Juan quiso contestar tan rápido que se encasquilló en el Addddd … Deeeeumm.. hasta que al final completó la respuesta a toda velocidad
-Ad Deum qui laetificat juventutem meam
En este tipo de juegos nos transformábamos. Lo hacíamos todo solemne y lento, convencidos de que aquello no era un juego sino una realidad en el tiempo y el espacio. Yo era verdaderamente cura y el corral era un templo con todas las de la ley.
Mi prima, de natural inquieta y un tanto revoltosa, mantenía el tipo de rodillas en aquella vieja silla sin un solo gesto de protesta o cansancio.
Como comprenderá el lector, la misa iba a tirones y eran más los gestos que el oficiar. Saltándonos el credo y otra preces, me puse a alzar una figurada hostia mientas mi primo Juan tocaba sin parar la campanilla y mi prima bajaba la cabeza. No duró más el oficio.
-Ya me duelen las rodillas y tengo hambre, me voy, dijo mi prima tirando el velo y quitando la silla que arrimó contra la pared.
El sol cubría ya de rojo el horizonte cuando decidimos volver a casa.
-Tía ¿podemos cenar ya?, dijo la Fefa tomando de nuevo la iniciativa.
-Claro que sí ahí tenéis los garbanzos. Y nos los puso otra vez sobre la mesa.
Quedamos mudos. Yo creo que hasta se nos escapó alguna lágrima mientras nos mirábamos. Comprendimos que nos quedábamos sin cenar. Metí el dedo en el plato. Los garbanzos estaban helados y duros.
-¿No queréis? Pues a acostarse sin cenar
Protestamos y refunfuñamos, pero nada. mi tía Nicolasa se mostraba inflexible. O garbanzos, o garbanzos. Si llega a ser ahora, seguro que se la llevaban detenida sin más por maltrato o vete a saber cuántas historias más en esta época de sobreprotección de los niños. En aquel entonces las cosas eran así.
Tras pasar un rato en silencio y enfadados en la sastrería que mi abuelo tenía en una habitación contigua a la cocina, mi madre, que trabajaba con el abuelo y mi padre, intervino:
-Cuidado que eres dura Nicolasa. Ya han aprendido que hay que comer lo que se pone en la mesa. Dalos algo de cenar.
-Vale, les daré un cacho de pan y morcilla y unas aceitunas, pero mañana para desayunar ¡les pongo los garbanzos!. Y las dos se pusieron a reír mientras nosotros salíamos como tiros hacia la cocina.
Ni que decir tiene que la merendilla desapareció en un tris-tras pese a que en la mesa aún seguían los garbanzos.
Al día siguiente yo desayuné en mi casa, en la Calle Carretas, y Juan y la María Josefa donde los abuelos. Quede aquí constancia de aquellos garbanzos de ida y vuelta de los que no sé decir dónde terminaron al final de la aventura.