En Berzocana, su pueblo y el mío, se nos ha muerto Florencio
A las faldas de las Villuercas, en Berzocana, su pueblo y el mío, se nos ha muerto Florencio.
Estaba la tarde tormentosa. Ráfagas de agua azotaban el pueblo en idas y venidas, de los tejados a las esquinas, y de la Plaza a los barrios. Relampagueaba el cielo y los rayos zigzagueaban tras el Cogorro y entre las encinas, allá al oeste, donde algún rayo de sol luchaba con las nubes negras.
La iglesia-catedral berzocaniega se encontraba a reventar, atimbote, que dirían mis paisanos traduciendo a su aire el tente bonete.
Estaba oscuro. La electricidad había abandonado el pueblo asustada por los rayos. El aleteo de cientos de abanicos surgía en la penumbra eclesial luchando contra un bochorno pegajoso.
En el medio, bajo el presbiterio, el ataúd con los restos de Florencio, de don Florencio, recibía el homenaje y el cariño de los suyos.
Las tres puertas del templo, abiertas de par en par, acogían bajo sus arcos y atrios a cuantos no podían entrar. Desde allí no se veía el interior, tan solo cabezas y más cabezas y el reflejo de las velas del altar pálidamente parpadeante sobre alguno de los muros. Un rayo iluminó de rojizos el Cancho de las Sábana.
-Fue un pequeño gran hombre
La voz del oficiante llegaba apagada por la falta de megafonía. Conocía bien a Florencio y a toda su familia. Y así fue desgranando nombres y vicisitudes.
-Fue un pequeño gran hombre
Lo repitió unas cuantas veces y al final arrancó el aplauso espontáneo de los asistentes.
Confieso que no seguí el oficio religioso con la atención debida. Atrás, en la puerta oeste, la que da a la Cruz de Piedra, de pie, miraba sin ver. Por mi mente pasaban raudos fogonazos de un ayer ya lejano pleno de buenos momentos vividos junto a Floro.
Y mientras el cuerpo dejaba caer su peso contra la pared, la mente volaba sin control al pasado…
Debía de ser a principios del verano. Estábamos en el bar de tío Bernardino, el padre de Floro; al fondo, justo en la puerta que daba paso al patio interior y a la cocina y del que partía una escalera a las habitaciones superiores
-Floro: creo que es la hora de hacer penitencia, apuntó serio y circunspecto José María Tovar.
Sin mediar palabra, Floro desapareció patio adelante. Al momento regresó con la sotana y el bonete puestos, ropajes que aún conservaba de su larga época de seminarista
-Un momento. Le detuvo su primo Nino (el del Parador, también exseminarista) cuando se disponía a entrar en el bar. Entró en la cocina y salió doblando un mandil con colores verdes que colocó en el cuello de Floro a modo de estola.
-Ahora
Y entonces Floro juntó las manos, elevó los ojos al cielo cual si en éxtasis místico se encontrase, bajó el escalón, y abriendo los brazos en cruz se arrancó con buena voz…
-Te Deum laudamus
-Te Dominum confitemur. Nos unimos rápidamente al canto Nino, Juan Hidalgo y yo, mientras Amando y el otro Nino (su también primo el de tío Diego) se ponían respetuosamente en pie.
Éramos más en el grupo, pero no recuerdo ahora ni sus caras ni sus nombres. Todos de pie alrededor de Floro. También había otros dos o tres hombres en la barra mirándonos atónitos. Creo que estaban mi padre, tío Gregorio Tostao y Julián, el de tío Florián.
Desde la puerta de la cocina nos llegaba la regañina de la madre de Floro y la risa de su hermana Anita.
No duró mucho el canto.
-Sentaos hermanos, nos dijo el padre Florencio
Y así hicimos. Tovar (un sorna de mucho cuidado) me daba golpes disimulados
-Dile que el sermón de la castidad, ¡venga, díselo!. Y se reía pícaro achinando los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas.
Pero Floro ya se había embalado y predicaba cuan ducho fraile dominico en esas lides.
¡Oh hermanos!.¡Qué gran santo fue San Francisco!
Era un sermón que repetía cada vez que se daban esas circunstancias y que provocaba enormes carcajadas entre nosotros pese a que lo conocíamos y sabíamos muchas de sus frases
-¡Benedicat vos omnipotens Deus…. Pater, et filius…..
Y Amando, cruzando los brazos y tremendamente serio, se arrodillaba deprisa, mientras tiraba del brazo a Nino y a Tovar para que hiciesen lo mismo. Terminamos todos de rodillas recibiendo la bendición, mientras en la barra, tío Tostao hacía lo mismo mientras se persignaba
La ceremonia solía terminar entre risas carcajadas y repeticiones de momentos.
Florencio y Nino doblaban cuidadosamente las vestimentas seculares y proceder a su guardado para una nueva ocasión, ocasión que siempre surgía en alguna fiesta-
-Padre nuestro que está en los cielos…..
La potente voz de don José Manuel, el párroco, me trajo de nuevo a la realidad. Algunas personas salían del templo en busca de una bocanada de aire fresco, otras rozando el mareo. El bochorno aumentaba en el interior. Fuera continuaban los truenos y rayos pero la tormenta parecía remitir. La electricidad continuaba ausente.
Floro había sentido siempre muy dentro la Fe y el mundo eclesial. Estuvo a punto de cantar misa…. pero…..
-Las faldas, amigo; repetía por lo bajini, como queriendo que nadie se enterase. Si no fuese por eso yo sería cura… o canónigo.. Vete tú saber.
Nunca perdió ese afán por las cosas religiosas y ello le llevó a estar siempre muy relacionado con las cosas de la Iglesia, con la Cofradía de los Santos, con los Caballeros de la Virgen de Guadalupe… y con todos aquellos actos y solemnidades que con ella tuvieran relación. Con eso y con cuantos movimientos locales apareciesen o necesitasen de un impulso.
De resaltar su labor como maestro han dado buena cuenta sus antiguos alumnos muchos de los cuales acudieron al sepelio desde muy diversos lugares y tras muchos, muchos años, sin haber pisado el pueblo en el que crecieron.
Me acordé de su hijo José Ramón cuya muerte prematura tanto afectó a Floro y a su mujer, Pilar
Era el día del bautizo. Acabábamos de llegar de la iglesia. Un grupo nos hallábamos en la calle, frente a la puerta de la casa de Floro (justo enfrente de donde ahora vive Fulgencio Oviedo), quizás esperando el inicio del preceptivo convite.
Floro asomó la cabeza en el balcón
-¡Que salude!…..¡que salude!…… empezamos a gritar los invitados
No se hizo esperar mucho. Para asombro de todos apareció con el neófito en brazos y, alzándolo a la altura de su cabeza. gritó:
-¡Berzocaniegos!. ¡Aquí lo tenéis! ¡El heredero!. ¡José Ramón Álvarez Cuadrado, de Borbón, Parma, Dos Sicilias, Berzocana tres y Cañamero cuatro!.¡Viva el heredero!
-¡Viva!, gritamos todos con entusiasmo y grandes risas mientras Floro se retiraba con toda solemnidad como al momento correspondía.
Posteriormente nacería Luis Miguel al que tuve el gran honor de apadrinar. Tanto para él como para José Ramón fui siempre “Padrino Búfalo”, tal como López Vázquez en “La Gran familia!.
Pese a su edad, José Manuel, el párroco, a capela, entonaba con una voz digna de cualquier tenor un himno de despedida.
Una larga fila se formó en el lateral izquierdo de la iglesia para ir pasando junto al féretro y dar el pésame a la familia junto a él situada. Poco a poco, la iglesia se vaciaba y comenzaba a formarse el cortejo fúnebre. Silencio. Ni siquiera sonaba el doblar de las campanas, mudas ante la falta de electricidad. Habíamos tanteado la posibilidad de subir a la torre y hacerlo a mano, como antiguamente, pero nos disuadieron. Las escaleras estaban totalmente impracticables por los acumulados excrementos de palomas.
La tormenta se retiraba y tan solo se adivinaba tras la sierra algún que otro resplandor lejano. Llegaba el féretro al final de la Plaza y aún había gente incorporándose al cortejo en el atrio de la iglesia.
En medio de un dolido y respetuosos silencio, dábamos nuestro último adiós a Floro. Tan solo se oían las paletadas del albañil lanzando el cemento sobre los ladrillos que sellaban la tumba.
-¡Hombre Floro, Bienvenido!
San Fulgencio, rodeado por unos sonrientes San Leandro y San Isidoro, alargaba a Floro una sotana y un bonete
-¡Venga! Queremos oír el sermón de San Francisco.
La tarde se apagaba lenta y cenicienta. Rumiando silencios y apagando añoranzas volvimos a casa.
A las faldas de las Villuercas, en Berzocana, su pueblo y el mío, se nos ha muerto Florencio.