De Cangas a Figueira. Desaparición en el faro
La tarde desgranaba sus horas lenta y apaciblemente. Una ligera brisa acariciaba la cara de los paseantes. Las olas se deslizaban por las arenas lentas y sumisas en un cadencioso ir y venir que arrullaba el silencio largo y vacío de la extensa y solitaria playa.
El sol comenzó a teñirse de rojo e iniciar su caída al mar. La pareja dio por terminado su paseo e inició el camino de vuelta hacia el Paseo Marítimo bordeando toda la playa justo hasta el inicio del malecón del faro.
-Vamos hasta el final, aún tardará en caer la tarde
Recreándose en el atardecer, ambos caminaron por el centro del ancho camino. Habían llegado el día antes y aún estaban conociendo el terreno de la ciudad donde pasarían unas fechas de asueto. El mar había comenzado a picarse y las olas se estrellaban contra los grandes bloques de hormigón que protegían el camino de los envites de la mar.
Ya al final, donde aquel se hace rotonda, un numeroso grupo de pescadores se afanaban con cañas y sedales. Pararon a mirar su facilidad en el manejo de los aparejos. Se les daba bien. Uno de ellos izó un gran pez, le quitó el anzuelo, e izando una pequeña red de entre los bloques de hormigón lo introdujo en la misma que ya contenía otros. Volvió a bajarla por el agujero de forma que el pescado se mantuviese vivo y fresco en el agua. Los paseantes comentaron lo adecuado del sistema. Giraron para volver. Y fue entonces, en ese preciso momento, cuando el hombre desapareció de repente, como si se lo hubiese tragado la tierra.
La mujer tardó quizás unas décimas de segundo en reaccionar. No comprendió. Tendió los brazos pero ya no había nadie. A final gritó.
Fue entonces cuando vio una serie de huecos entre el final del piso del camino del faro y la acumulación de los bloques de hormigón. No se atrevía a mirar. Estaba convencida de que al hombre se lo había tragado, no la tierra, sino el océano.
Se agachó y miró. Y desde allí abajo, a unos dos metros y medio o tres, el hombre miraba hacia arriba con un aparente total tranquilidad. Estaba de pie. Y lo estaba porque era físicamente imposible estar de otra forma. El agujero, de forma un tanto semicilíndrica, no permitía otra forma de estar. Ni siquiera las gafas se habían movido de su nariz. La mujer respiró con alivio. Al menos aquella oquedad no terminaba en el agua. ¡Tenía suelo!.
Todo fue muy rápido. Al oír los gritos, unos cuantos pescadores soltaron sus cañas y corrieron hacia la mujer. Rápidamente se percataron de lo que ocurría. Dos de ellos, uno con camisa blanca, se arrojaron al suelo e inclinándose sobre la boca del agujero extendieron su brazos en busca de los del hombre que los tenía ya extendidos hacia arriba. Llegaban justo las manos con las manos. Con fuerza y decisión lo izaron a pulso depositándolo, también de pie, en el suelo del camino. Raspones en rodillas y codos firmaron la precipitada subida, algo que no ocurrió en la bajada totalmente limpia.
El hombre no dijo nada. Se agarró al bolso que colgaba de su hombro, se ajustó las gafas e inició uso tímidos pasos. No lograba racionalizar qué había ocurrido. Los pescadores se interesaban por su salud y le ofrecían agua.
-El mar, creí que se lo había tragado el mar. No quería ni asomarme.
La mujer tampoco entendía muy bien como había ocurrido aquello. Para más incomprensión el hombre caminaba en dirección al mar y quedó mirando a tierra. Dada la superficie de la oquedad, lo más normal hubiese sido meter un pie y caer hacia algún lado… pero no. De alguna forma, el hombre metió los dos pies a la vez cayendo tieso como una vela y permaneciendo así.
La pareja inició la vuelta lentamente, paso a paso. Rumiando y repasando una y otra vez lo ocurrido y no encontrando explicación lógica alguna a ello.
Le dolían los raspones en la piel. Unos metros más adelante comenzó a fallar una rodilla. ¡No había sido nada! ¡Menos mal que había suelo!.
Llegaron al hotel con relativa facilidad. ¡Vaya susto! Y vuelta a analizar lo ocurrido. Cómo estaban antes
de la caída, cómo pudieron entrar los dos pies simultáneamente y como el cuerpo no chocó absolutamente contra nada. No hubo respuestas.
La noche comenzaba a avanzar, al hombre cada vez le era más difícil moverse. Dolía la rodilla, costaba mucho moverla e incluso subir la pierna a la cama. La espalda, el costado, los brazos…. girarse en la cama era imposible …. La noche fue larga, muy larga…. pese a los calmantes.
Dos días después, la pareja, volvió al lugar de los hechos. Y sigue sin comprender qué demonios pudo ocurrir para caer limpiamente por el dichoso agujero y quedar mirando en dirección contraria a la de la marcha.
Por cierto, la mujer se llama Maribel y el hombre era quien esto firma y que aún, más de una semana después, ni me han dejado los dolores ni puedo girarme en la cama. Una fisura de costilla y músculos magullados por todas partes me lo impiden.
¡Y menos mal que el dichoso agujero tenía suelo!