BERZOCANA.- La Ollita del Cubo, la escapada, y las sanguijuelas
(La calle Carretas)
Hay un bochorno de siesta. Tan solo las chicharras (cigarras) rompen el pesado silencio de agosto. Son las cuatro de la tarde. El empedrado de la Calle Carretas refleja calores que evaporarían el agua de arrojarse sobre ellas.
Paco Pilón, con unas sandalias de goma en la mano, llega hasta el poyo de la esquina de la casa de tío Tostao y lanza un fuerte silbido que rompe la somnolencia del vecindario. Raudo y cauto como una ardilla llega desde la calle Cortes Martín Pardilla, cuchichean muy bajito. El sopor se apodera de nuevo de las casas.
La pareja baja en dirección a la iglesia. Mi hermano Miguel y yo, encerrados en casa por mor de que hay que dormir la siesta, miramos desde el balcón. Manolo Quiste se une a la pareja. Siguen los cuchicheos. El sol parece que se ha cabreado contra el mundo y pretende pegarlo fuego.
El trío se para frente a la casa de tío Obispo y a ellos se unen Manolo Obispo y su hermano Luis. Por la Calle Honda aparece Luís Gordura, y a carreras, desde La Corte, llegan Bernardo Chocero y Fujito Pío
Algo estaban tramando. Les chisteo repetidamente y logro que se acerque Pardilla
-¿Dónde vais?
-A la Ollita el Cubo, a bañarnos. ¡Vente!
-No puedo salir, la puerta está cerrada.
Pardilla, más joven que nosotros, pero intrépido como él solo, me dice: ¡Bájate por el balcón!
Marchena, que llegaba entonces, comenzó también a animarme. Nosotros te sujetamos, me decían una y otra vez alzando los brazos hacia el balcón
Éste no era muy alto y comenzaron a entrarme las dudas. La aventura de ir hasta la Ollita era tentadora y el hecho de saltar del balcón y escaparme aún más. Lo difícil era salvar la barandilla. Intenté pasar entre dos barrotes. ¡Imposible!. Mi hermano no quería ir pero me ayudó a encaramarme en la barandilla y desde allí descolgarme fácilmente. ¡La suerte estaba echada!.
Enfilamos calle Honda abajo hacia la Plaza y creo que por el camino se nos unieron algunos intrépidos más, entre ellos Samuel que vivía por el barrio de la Fuente Nueva y era un bala de cuidado.
Unos ratos andando y otros a carreras desafiamos el calor carretera de Logrosán abajo cortando enseguida por la estrecha calle (de la que aún se conservan tramos) que comenzaba en la primera gran curva a la salida del pueblo, por donde ahora vive José Salero, e iba a salir más o menos a la altura de donde se encuentran las piscinas.
La primera parada la hicimos en el molino de tío Gregorio donde algunos ya querían liarla con las ranas y otros con las culebras. Samuel aseguraba que lo mejor era ir a lagartos. Tras arrojar piedras aquí y allá y unas luchas con palos trasformados en las espadas del Capitán Trueno y Crispín continuamos hasta llegar a la Ollita. Para nuestra sorpresa estaba al completo. Otro grupos de muchachos, capitaneados por Juan Sopinas se lanzaban de arriba hacia abajo, los más, o de abajo hacia arriba, los menos.
Nunca he llegado a entender por qué aquel charco de pequeñas dimensiones que se cruzaba solo con el impulso, sin necesidad de nadar nada, se llamaba la ollita, y menos lo del cubo. Tirando de imaginación se podía presumir que la forma redondeada del mismo podría semejarse a una olla pequeña, y lo del cubo porque, al profundizar, se estrechaba adquiriendo forma de cubo. Alguien decidió unir ambos conceptos y … nombre asignado.
Estaba aislado, entre unas peñas que lo ocultaban de la carretera, lo que permitía que el personal se bañasen en calzoncillos o en pelotas (los bañadores eran entonces una entelequia). Reseñar que el río no corría en época veraniega por lo que el agua estaba estancada. Junto a la Ollita, y por debajo, un pequeño charco que apenas cubría los tobillos servía para que se mojasen los que no se atrevían a lanzarse a la Ollita y entre los que me encontraba.
El chapoteo en uno y otro charco se inició de inmediato. Unos arriba y otro abajo. Unos entusiastas lanzándose con ímpetu y corriendo el riesgo de salirse del charco sin dar una sola brazada. Otros chapoteando y tendiéndose en el charco pequeño con el fin de que el agua mojase al menos el culo, libre de bañadores ni calzoncillos. Y predominando sobre todo, los gritos y las palabrotas.
Llevábamos ya un rato en faena cuando alguien gritó señalando a Samuel:
-¡Sanguijuelas!, ¡Sanguijuelas!. Samuel tiene sanguijuelas en los güevos.
Todas las miradas enfocaron a Samuel. Bueno, más que a Samuel a sus güevos a los que, efectivamente, se habían agarrado tres o cuatro sanguijuelas. Cosa lógica visto los charcos y el poco nivel de agua.
Samuel saltaba muy nervioso de un lado a otro, Intentaba coger a las sanguijuelas con los dedos y tirar de ellas. Imposible. Era imposible tan siquiera agarrarlas.
-¡Quitádmelas!, ¡quitádmelas!, gritaba braceando y saltando
-¡Que alguien me las quite que me van comer los güevos!
Las risas aumentaban y los comentarios eran cada vez más procaces y subidos de tono. Algunos intentaron hacerlo, pero no había manera.
En esas estábamos cuando, quizás atraído por los gritos, Nicanor Sopinas, hermano de Juan y mayor que todos nosotros, dejó el caballo al borde de la carretera y bajó a ver qué pasaba.
Una vez informado, con toda naturalidad y tranquilidad, sacó un paquete de “Celtas”, encendió un cigarro y tras darlo una par de chupadas se acercó decidido a Samuel con él en la mano.
-¡Ven p´acá!, verás que pronto las quitamos.
Al ver que acercaba el cigarro a sus partes, Samuel dio un brinco retrocediendo.
-¡Una mierda!. Tú lo que quieres es quemarme la minga
– Nicanor le tranquilizó. Hizo que se sentase en unas peñas y, despacio, procedió a acercar el cigarro con la brasa al máximo a las sanguijuelas. Una a una éstas saltaban al contacto del calor. Cuando terminó, Samuel respiró aliviado entre los aplausos de los demás.
-A ver: miraros unos a otros a ver si tenéis sanguijuelas en algún sitio, dijo Nicanor.
Comenzamos la inspección con gran jolgorio. Efectivamente, raro era el que no tenía alguna, principalmente en las piernas. Nicanor hubo de encender al menos dos cigarros más para poder aplicar su terapia a todos y cada uno de los que teníamos sanguijuelas. Lo que no perdimos en ningún momento fue el humor y el pitorreo y Samuel aguantó estoicamente.
Mediaba ya la tarde cuando iniciamos el camino de vuelta con paradas aquí y allí. Luchas con palos, búsqueda de lagartijas y alguna que otra pedrada a cualquier cosa, se moviese ésta o no.
Sé que tardamos muchísimo en llegar a la Plaza donde la cuadrilla se fue disolviendo poco a poco, no sin antes contar la aventura de Samuel a todo cuanto estuviese dispuesto a escucharla.
Ni que decir tiene que en mi casa se enteraron de mi escapada y hube de cumplir el arresto preceptivo, amén de la correspondiente bronca de mi madre que, como todas las madres de entonces, se mostraban preocupadísimas por el baño, las digestiones, el agua y los ahogamientos.