BERZOCANA.- La Junta
Fulgencio vuelve a este página, en esta ocasión para hablarnos de la festividad propia de estos días de primeros de noviembre Entre la nostalgia y el recuerdo vuelve a llegar el día de todo los Santos, día en el que la gente visita los cementerios para llenar de flores las tumbas de sus seres queridos. En el recuerdo de mi infancia aparece, allá por los pobres años cincuenta y sesenta, el desolado cementerio de nuestra querida Berzocana, donde no había flores, solo algunas matas de crisantemos o algún rosal, plantado y cuidados con mimo por el enterrador Fulgencio Carretero, Entonces todo era de tierra, salvo algunos panteones familiares, el de los Dieses, el de los Hidalgos, el de lo Rivas y la de los curas colocados en la ermita, dedicada a San Miguel Arcángel, que es al titular del cementerio y que servía también de depósito para hacer las autopsias. Esta ermita probablemente estaba ya antes que el cementerio, por lo que aquella finca se la da el nombre de San Miguel. La pobreza que vivíamos, también se dejaba sentir en el mundo de los muertos. En la Iglesia, después de la misa mayor, se ponía el catafalco, tarea que llevaba a cabo el sacristán ayudado por los monaguillos. Esto era una especie de altar donde en los entierro de primera se depositaba el ataúd mientras se celebraba el solemne funeral, cuando no había muertos pues el funeral no era de cuerpo presente, el ataúd era representado por unos palos cubiertos por una tela negra can las letras R.I, P. en latín “Requiescat in pacem”. En castellano “Descase en paz”. Encima se ponía una calavera de madera y dos huesos cruzados también de madera. Mientas tanto las mujeres iban y venía llevaban una especie de estantería de dos pisos, llamados candeleros donde fijaban cuatro hachones, los candeleros se repartían por toda la iglesia y representaban al difunto muerto aquel año. Tanto el catafalco como los candeleros tenían que estar puestos nueve días durante la “Novena de ánimas”. Los niños y no tan niños, ajenos a todo aquel embrollo de velas y de muerte, se preparaban para en la hacer la Junta. Esto consistía en juntarse las pandillas de amigos en una casa. Cuando ya eran adolescentes y no querían que los padres les controlasen se iban a alguna casa o cuadra abandonada, que en este caso había que limpiar, de ello se encargaban las chicas. Los que tenían su propia y peculiar juta eran los monaguillos quienes el día anterior ya habían ido a rondar a la señorita Rosa Hidalgo, que ere soltera y una de las más ricas del pueblo, que nuca decía a nada que no, y menos tratándose de algo relacionado con la Iglesia. Ese día lo que la pedían era leña para hacer lumbre en la torre, si, si en la torre, ya que a primeros de noviembre y entrado el aire por todos los lados no se sudaba, pues desde las tres de la tarde hasta las once de la noche las campanas no paraban de doblar. Se hacían dos grupos: uno el de los más pequeños era el encargado de ir puerta por puerta con un cesta de mimbre pidiendo algo, cualquier cosa era buena, castañas, membrillos, nueces, higos pasos, era lo mas común; alguna tableta de chocolate o había algún alma caritativa que les daba algún chorizo o morcilla, esto era raro pues en la época que estábamos la matanza todavía no se había hecho y las dispensas estaban vacías.
Entonces no estaba prohibido dar alcohol a los menores incluso el médico lo aconsejaba en algunos casos, por lo que en casa de tío Juan Repóntigo que tenia pitarra, los daba alguna botella. Más de un vez tuvo que subir el sacristán, o sea mi padre, y bajarse alguno que había bebido más de la cuenta. Cuando llegaba la hora de cenar siempre, o casi siempre, había alguna madre que se encargaba de hacerles la cena con la cosas que habían recogido, yo recuerdo que era siempre tía María Josefa Quiquina ya que tenia a tres de hijos de monaguillos.
Entre tanto, las campana no paraban su monótono dínnnn, dannn, de una campanada a otra había mucho espacio porque entre los chistes de unos la risas de otras y riñas y peleas de todos, se les iba el santo al cielo y no tiraban de cordel que pendía del badajo de la campana. Hoy que las nuevas tecnologías han entrado en los campanarios no hace falta más que dar a una tecla para que suenen, ya no se dobla, y si se doblara alguien lo hubiera denunciado por que molestaba.
Entonces no molestaban a nadie ni siquiera aquellos que se lo estaban pasando bien con la cena, los que más tenían cenaban un plato de arroz con algún conejo que se había cazado, o un pollo de corral que se había matado para la ocasión, acompañado del vino de pitarra que no podía faltar en ninguna celebración. Los más pobres se conformaban con un caldo de patata, no importaba la desigualdad, lo importante era cenar juntos, y celebrar LA JUNTA del día de Todos los Santos.
Fulgencio Rodríguez Mera
Octubre del 2015
Una vez mas sigo leyendo las historias y recuerdos que nos cuentas de nuestra querida tierra Berzocana, me haces recordar aquellos tiempos aunque no teniamos tanto como ahora lo pasábamos muy bien y eramos felices un abrazo paisano.