Los últimos pastores de Berzocana. Amalio Domínguez , Amalio “Zoconino”
Los párpados me pesaban. Una placidez sedante inundaba mi duermevela matinal. Me arrebujé con el cobertor. Me sentía a gusto. Un olor penetrante de café recién hecho y humo me envolvía en una plácida sensación de bienestar. Notaba una especial dureza en la cama pero ello no impedía el dulce y lento desperezarse del despertar.
Envueltas en los olores me llegaban las voces apagadas de mi tío Amalio y mi primo Quico.
-Las parías las dejamos junto al cercao y a las horras y el resto las subes arriba, junto a la cuerda. La “h” sonaba con la honda aspiración extremeña.
Quico no contestó de momento. Al cabo de un rato dijo:
-Vale. Ahora iremos Matías y yo a dar de comer a los perros, queda algo de salvao en la lata. Luego levantamos las estalanqueras y subimos con las ovejas. Las cabras habrá que llevarlas a otro sitio.
Quico era de mi edad. En aquel entonces debíamos de andar por los once o doce años. Matías tenía dos menos. Los tres estaban sentados en corchos alrededor de un fuego chispeante que se encontraba en el medio del chozo. Por fin abrí los ojos. En aquel momento mi tío Amalio encendía un cigarro con un palo llameante que había retirado del fuego y acercaba lentamente a un cigarro grueso que acababa de liar. No hacía aún mucho tiempo que había dejado el pedernal, eslabón y yesca. Ahora utilizaba un mechero de mecha a cuya pequeña rueda dentada golpeaba con precisión para que rascase sobre la piedra soltando la chispa
Era aquel un tabaco fuerte, de olor penetrante, que se compraba en cuarterones y después se liaba a mano. Los libritos que traían el papel adecuado eran de la marca Bambú. Es curioso como permanecen determinados olores en la memoria del tiempo.
No recuerdo exactamente dónde estábamos, quizás en El Brete, una finca situada en el término municipal de Berzocana en la que Amalio Domínguez, conocido como Amalio Zoconino, ejercía de pastor. O quizás en el Campillo, también en el mismo municipio. Con él vivía su mujer, Soledad Mera, tía Sole, la hermana menor de mi madre. Tenían tres hermanos: Fulgencio, Lorenzo y José (los Meras) y otra hermana, Florentina, muerta hacía ya muchos años.
Amalio era un hombre inquieto, rápido de reflejos y movimientos. Flaco, nudoso, con manos como sarmientos, cara hirsuta y ojos chispeantes. Siempre se movía con prisas, con actos de rápidos reflejos. Daba la impresión que quería comerse el tiempo, o quizás andarlo. Su hablar se correspondía con las características descritas. Sus palabras eran rápidas, concisas, nerviosas y de un profundo acento extremeño. Todo en él era acción y dinamismo.
Antes de continuar adelante, permitidme que, sobre todo de cara a los más jóvenes, les describa como eran aquellos chozos
Era, ante todo, una construcción de bajo coste. Porqueros, carboneros, pastores, guardas y hombres precisados a vivir en el campo incluso de forma temporal lo venían utilizado como vivienda ocasional, pero a veces, como ocurría entonces, eran muchos los pastores que convertían estas viviendas en espacios permanentes de ocupación.
Mas no todos los chozos extremeños eran iguales. Su tipología dependía de los materiales que están hechos, así como de la técnica utilizada para su construcción.
En el que en aquel entonces me encontraba podía considerarse de los más primitivos. Estaba formado por grandes ramas curvas de encina, llamadas pernás, con las que se forma una estructura desde el suelo. Después se cruzaban varas mas finas que se colocan horizontalmente. Una vez hecha la estructura, como si fuese una jaula, se le ponía la escoba atándola a la estructura de palos. Al tener tanta pendiente y un tomo vegetal de más o menos cuarenta centímetros, el agua no penetraba dentro.
Su interior era sencillo. Una especie de bancada o escaño construido con troncos de encina rodeaba casi todo el perímetro y se utilizaban tanto para sentarse como para dormir. Las escobas actuaban de colchón aunque también se utilizaban algunos colchones de lana, de la no apta para la venta, que determinaban todo un lujo. En el centro se colocaba el fuego, la lumbre, con una base de grueso troncos de encina que se mantenían siempre ardiendo. Junto a ellos el inevitable puchero para el café y unas estrébedes (trébedes)
Según cuentan los pastores más antiguos, unas de las épocas de más trabajo para ellos era la paridera. Suponía un enorme desgaste para los pastores y contaban algunos que era tal el trabajo que cada semana suponía apretar un ojal más en el cinto. Una vez pasada ocurría todo al revés.
Después, de cara al verano, venía al esquilo. Duraba solo una semana pero de nuevo apretaba el trabajo de lo lindo. Y eso que la labor de esquilar las ovejas no la hacían generalmente los pastores. Correspondía el trabajo a cuadrillas de esquilaores que recorrían los diferentes rebaños de la comarca haciendo este trabajo. Entonces se hacía todo a tijera, las máquinas aún tardarían unos años en llegar. Los pastores debían de llevar las ovejas a los corrales del esquilo, guardar las que tienen por la finca, preparar comida para los esquiladores, atar las ovejas y recoger la lana que luego compraban los borregueros.
Pero volvamos con tío Amalio. Cuenta mi hermano Fulgencio que cuando llegaba la matanza todos los hermanos Mera acudían contentos a ayudar al cuñao Amalio. Para ellos, amen del necesario trabajo, era un día de fiestas en que corría el vino y el buen humor.
Llegado el momento de comenzar a despiezar el cerdo, los Mera se daban con el codo, se conchababan, levantaban una pieza de carne en alto y preguntaban:
-Amalio ¿qué hacemos con esto?
Generalmente Amalio se encontraba en otros menesteres como amasando los chorizos y morcillas, preparando los palos para colgarlos o ayudando a las mujeres en la organización. Entonces sin tan siquiera volverse a ver que pieza le indicaban y deduciendo que se trataría de desechos, contestaba rutinariamente:
-Eso, ¡tirarlo!
Repetían la jugada una y otra vez entre risas.
Mi tia Sole, le regañaba:
-Pero Amalio, ¿tas tonto? ¿Cómo van a tirara eso?
-Toma José, ¡tíralo!, señalaba tío Gaspar que en realidad se llamaba Fulgencio.
Una de las veces, tío Lorenzo, el más serio, pero quizás el más socarrón, levantó un jamón en alto:
-Amalio ¿Qué hacemos con esto?
-¡Tirarlo, coño, tirarlo!, y no deis tanta lata.
La risa y el jolgorio de todos fueron notables. Hasta de tío Amalio que al final terminaba riendo con ellos las continuas bromas. Todos pararon en sus quehaceres y bebieron juntos
-¡Ay Amalio!, si es que eres un inocentón, siempre terminan tomándote el pelo, parece mentira que aún no conozcas a mis hermanos, le decía su mujer.
-Bueno, bueno, venga, que hay mucho que hacer.
Suele contarse que entre los pobres hay más hijos porque el hacerlo es la diversión más barata. Mis tíos Amalio y Sole cumplieron la tradición y repartiéndolos por diversos lugares. Fueron naciendo en fincas distintas donde sus padres iban desarrollando el pastoreo.
No pasó, pero pudo pasar en más de una ocasión, lo que nuestro paisano, el poeta Luis Chamizo narró en “La nacencia”. La mujer estaba a punto de parir y el pastor hubo de emprender rápido camino hacia el pueblo para que “la partera” pudiese atender el nacimiento. No hubo tiempo. Junto “a un arroyo de agua clara” se produjo el nacimiento y allí, en aquel agua, el pastor lavó a su hijo que “tié que ser campusino, tié que ser de los nuestros, que por algo nació baj´una encina del camino nuevo”.
En el límite de que ello ocurriese se encontraron en alguna ocasión Amalio y Sole. Puede que me confunda pero que creo que Quico, Matías y Pili nacieron en la época de “El Brete”; En “El Campillo” puede que fueran Matilde, Juana y Sole; y Consuelo, la más pequeña en Las Gargáligas (ya en la provincia de Badajoz). Por cierto ya estaba crecidita cuando acudió por primera vez al pueblo.
Amén de estas fincas citadas, Amalio y Sole trabajaron también en “La Hoya”, Hernándonez” y “La Dehesa”.
Cuando se hallaban en “Las Gargáligas” sucedió lo que continuación les narro:
Había anochecido y Amalio se encontraba inquieto. Le faltaban unas cabras y el acostarse sin saber su paradero no iba con su natural hacer. Tras un rato de removerse inquieto en el asiento se levantó raudo, se puso de nuevo los zahones (aspírese la h) y salió a la noche. La luna, en creciente, daba la luz necesaria para moverse en el campo quien a ello está acostumbrado.
Estaba convencido que los animales tendrían que hallarse en un jaral no muy lejano en el que seguramente se habían internado despistándose. Hacia allí se dirigió internándose en el mismo a la vez que con los labios emitía los característicos sonidos con que se llama a las cabras.
De pronto, justo bajo su nariz apareció el cañón de un fusil y tras él una cara amenazante medio difuminada entre las jaras y la noche.
-¡Alto ahí!. ¿ Que está haciendo por aquí a estas horas?
– Las cabras, las cabras, atinó a balbucear Amalio que prácticamente se había quedado paralizado por la sorpresa primero y por el miedo después.
– Pues ahora mismo vuelves por donde has venido y te olvidas de todo esto. Tu no has visto nada ni te has encontrado con nadie. Ni palabra o volvemos y acabamos contigo y con toda tu familia; amenazó el hombre que poco a poco fue bajando el fusil.
-¡Largo!
Amalio, tenso como cuerda de violín y con los nervios a punto de romperse como cántaro sobre roca, giró y emprendió la carrera.
No recuerda en absoluto cómo ni cuanto tardó en llegar a casa. Cayó por una fuerte pendiente y rompió un brazo. Llegó a casa, lívido y descompuesto. Era tanta la tensión que ni siquiera notaba el dolor del brazo. Éste llegó bastante después.
-Amalio, ¿qué paso? Inquirían su mujer y sus hijos.
-Caí, no se como pero caí, era lo único que repetía una y otra vez Amalio.
Los años pasaron uno tras otro, lo tiempos fueron cambiaron al igual que las costumbres y los trabajos. La emigración se llevó, como sucedió con tantos otros, a los hijos de Amalio y Soledad. Ésta murió joven. Se fue dulcemente y en silencio al igual que había hecho toda su vida
-Amalio, ¿pero todavía no conoces a mis hermanos?. ¿No ves que siempre están de bromas en la matanza?.
Fue entonces, cuando Amalio ya había marchado a Madrid con su hijos, al volver un verano al pueblo cuando, sentados en la mesa camilla, en la cocina, Amalio contó a mi madre, Inés, lo sucedido en Las Gargáligas. No sabemos si llegó a contarselo siquiera a su mujer o a alguno de sus hijos.
Todo apunta a que Amalio en su búsqueda nocturna de las cabras se había dado de bruces con una partida del maquis, ya entonces a caballo entre la resistencia a Franco y bandolerismo, que aún operaba por aquella zona.
Mi tío Amalio murió en Madrid, muy lejos de las dehesas en las que había vivido y a las que había amado con trabajo y callado sufrimiento. Estoy seguro que en sus últimos momentos no vio los grandes edificios que le rodeaban, ni le llegaba el bullicio chillón y agrio de vehículos y sirenas. Estoy seguro de que Amalio se fue oyendo el susurrar del viento de otoño entre las encinas extremeñas y el balar lejano, cada vez más lejano, de las ovejas, de sus ovejas
Estaba en el chozo donde un olor penetrante de café recién hecho y humo envolvía todo en una plácida sensación de bienestar. Amalio se quedó definitivamente dormido.