BERZOCANA.-La Maruja `Chocera´ se fue en silencio, con su sonrisa de siempre
El día se abría en la monotonía en que trascurren todos ellos para los que, ya mayores, nos encontramos de recuperaciones médicas largas y tediosas.
Con desgana abro el correo. Fechada el día cuatro me encuentro una nota de Fulgencio Granizo Herrera, maestro berzocaniego destinado en Madrid, que me señala “…el sábado falleció en Barcelona Maruja Chocera, a quien mencionabas en algunas ocasiones en tus relatos….
El día se oscureció un poco más. Mi amiga de infancia y adolescencia nos había dejado en el olvido de las largas ausencias muy lejos de las calles y olores de Berzocana. Agradecí el detalle a Fulgencio. En el pueblo no se sabía nada, ni tan siquiera mi hermano Miguel, generalmente al corriente de estos tristes acontecimientos.
-Tan solo les quedaba ya aquí algún primo como Paulino Tejero, se justificaba.
Me puse ante este folio en blanco. No quería que Maruja se marchase del pueblo en el que había dado sus primeros pasos y vivido su niñez y feliz adolescencia rodeada de primos y amigos casi de tapadillo, sin un cariñoso recuerdo de quienes la conocimos y compartimos y gozamos de su amistad.
Sí, ya sé que cada vez somos ya menos, que ya hay más nombres en los recuerdos del ayer que en la realidad añosa del hoy, pero aún así quería expresarle mi adiós como ya he hecho anteriormente con otros miembros de la pandilla, algunos demasiado pronto, como Juan Chítala, Pardilla, o Ángel Zuil. Otros hace apenas unos días.
Marchena, Irene, Madalena Orejinas, Pablo Chicha, Carmen Grilla… el grupo se reduce.
Vivian en la corralá existente al final de la calle Carretas. Su padre, Bernardo, era guarda de la Hermandad de Labradores y tenía dos hermanos: Bernardo, el mayor, y Pedro más pequeño que ella . Maruja tenía más o menos mi edad y fuimos amigos desde la infancia hasta que la emigración nos separó a todos, aunque no logró nunca romper los recuerdos de aquellos años.
Recuerdo nítida su imagen acudiendo en las tarde de primavera y verano al coro de la iglesia mientras nosotros no dejábamos de subir y bajar a carreras las escaleras del coro mientras le dábamos al fuelle del órgano… o nos olvidábamos con el consiguiente cabreo de mi padre, el organista. O cuando después nos concentrábamos en la plaza para desde allí iniciar el paseo hasta el Peral de la Mozas o cualquier otro lugar situado en los límites establecidos por don Delfín, el cura.
Era Maruja, guapa, alegre y pizpireta. Cuando empezamos a asomarnos al baile de tía Anita tenía mucho éxito, sobre todo entre los que eran algo más mayores que nosotros, algo que no nos gustaba un pelo.
No la volví a ver hasta unos cincuenta año después, una tarde en Berzocana, brevemente, y ya viejecitos los dos.
Sean esta sentidas líneas, Maruja, la despedida que no hemos podido darte los que contigo compartimos aquellos felices años berzocaniegos cuyo recuerdo e imágenes, anclados en el tiempo, aún nos llenan de nostalgias
Hasta siempre Maruja.