BERZOCANA.- Aquellos zaguanones de antaño

Cada año, cuando se acerca la época de los calores y los ayeres de mi niñez se hacen presentes en mi hoy de vejez, quiero reivindicar la figura del zaguán. Pero no de un zaguán cualquiera, sino de aquellos grandes que se abrían como amplias plazas a los ojos de los que entonces éramos niños. Niños en un mundo sin tele, sin teléfono y, fíjense, sin playstation ni nada parecido

En la casa de mis abuelos paternos, Juan Luis y Encarnación, en lo que es  hoy Calle Santa Florentina número 1, había uno de estos zaguanones que, vete tú a saber por qué circunstancias, es de los que se me han quedado grabados en la mente tal como si tan solo hiciese un par de semanas que hubiesen desaparecido.

Desde la gran `lancha ´de la calle que daba entrada a la casa, que aún perdura y en la que sigue rezando “Sastrería de Juan Luis Rodríguez”, un escalón daba entrada a un pequeño rellano también con una gran lancha; otro escalón más y accedías al gran zaguán del que siempre salía una bocanaína de aire fresco cuando entrabas en verano, en esas tardes aplastantes de agosto, y  un soplo calentito en las de enero cuando sopla el aire en el `Colaillo el río¨ y los fríos son largos y persistentes.

Las improntas de aquellos entonces que me llegan  a través del recuerdo  de los sentidos son más veraniegas que invernales. Nada más verte dentro, en el fondo, una cantarera muestra dos cántaros de barro y un gran botijo en medio. Sobre ella un gran brasero de cobre, de los de Guadalupe decían, un par de cazos y algunos utensilios más todos del mismo material. A la izquierda colgaban de la pared unas coloridas alforjas que nunca debieron ser usadas. Un puerta de doble hoja, estrechas y pintadas de un marrón, más color caca que marrón, daban entrada a una salita en la que como mucho debí de entrar no más de una docena de veces y nunca tuve muy claro para qué servía o qué función cumplía. Tenía un par de ventanas, no muy grandes a la actual calle de San Fulgencio y casi al nivel de la misma. Siempre tenían unos visillos y unas cortinas de ganchillo grueso que no permitían el paso completo y diáfano de la luz. Tenía una gran mesa en el medio y una serie de sillas, “de las mejores”, decía mi abuela  Encarnación. Debía de ser el comedor pero que tampoco lo utilicé ni vi utilizar nunca.

Cantarera

Tengo muy pocos recuerdos de esta abuela. Era una mujer delgada, hirsuta, ligeramente encorvada, con un moño enhiesto y  un aquel que la colocaba fuera de las líneas generales que definían a las otras abuelas que conocía como las de mis amigos, o mi otra abuela, Juana, con las que prácticamente me crié y de la que recuerdo todo, hasta el tono de voz. Quizás el origen de ello estuviese en el que su marido, mi abuelo Juan Luis, tenía una profesión liberal, era  sastre, organista y sacristán, y por ende gozaba de un reconocimiento socialmente más alto que el de los jornaleros que eran prácticamente todos los del pueblo. Era algo consustancial al vivir de aquellos tiempos y así admitido. No deben los jóvenes de ahora escandalizarse por ello.

Al recordar a aquellas gentes y aquellos zaguanones de finales de los años cincuenta del pasado siglo vengo a coligar si no habría entre ambos conceptos alguna extraña relación (o quizás no), relación que llevase a establecer un determinado estamento social con el tamaño del zaguán de la casa.

La casa siguiente a la de mis abuelos paternos tenía un zaguán aún más grande. Lo recuerdo menos pero también, desde la calle, había que bajar un par de escalones y, a la derecha, daba paso a una salita en la que solían estar las dueñas de la casa, Providencia y  creo, pero lleno de dudas, que Amalia, la mayor. Murieron siendo yo aún muy jovencito por lo que nunca supe mucho de ellas. Tengo más claros los recuerdos del zaguán. Sé que la familia tenía unos nichos mortuorios en el cementerio, en la capilla de San Miguel, y ello les daba un aura especial.  Eran unas mujeres siempre vestidas de negro y ya mayores cuando yo era niño. No tengo constancia de hombre alguno en la casa hasta que, ya a posteriori, aparece  Aquilino, tío Quiles, y a María Josefa, que se había casado con don Pedro el maestro y serían luego mis padrinos. Cualquiera de mis lectores está capacitado para poner cada cosa en su sitio.

Dando un salto hasta la Calle Tiendas, aparece otro zaguán, el de tía Brígida Cotrina. También se accedía al mismo mediante un escalón y también, colgados en la pared de enfrente, cántaros, calentadores y braseros de cobre. Como en los anteriormente señalados el suelo lo conformaban grandes lanchas de pizarra, relucientes y desgatadas por el tiempo y los continuos fregados. A la derecha, una pequeña puerta daba entrada a un espacio abierto que recuerdo, sin saber por qué, con especial cariño. Creo que tenía la cantarera preceptiva a la izquierda

Tía Brígida y tía Felicidad (que era madrina de mi madre) están sentadas junto al brocal de piedra de un pozo al que cubre una parra cargada de frutos. Ambas hacen ganchillo cual si les fuera la vida en ello. Y ambas lucen enhiestos moños y mandil. Siempre lo recuerdo en verano y siempre me llega la sensación de frescor que despedía.

Por allí anda Jesús Balaguera y, juntos, marchamos a jugar a las ruinas que hay al otro lado de la calle. Hoy no hay ni rastro de ellas, son todas edificaciones hace ya años. Incluso allá, al final de la calle, cuando dejaba de ser tal y al girar a la izquierda se hacía callejina, han echado abajo la viejas casas y la calle Tiendas se abre a nuevas perspectivas quizás, me dicen mis primas las Meras que allá al final viven, “ahora ya no tendremos callejina”. Ni, agrego yo, antiguos y frescos zaguanones de lanchas y cantareras.

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R. Mera