CANGAS DEL NARCEA.-Mañana de domingo en un marzo lluvioso y frio
Domingo. Marzo. Siete de la mañana. Reina aún la oscuridad en las calles. Una bruma ligera envuelve los edificios y entre ella emergen rompiéndola la luminarias. A medida que aumenta la distancia aquella se convierte en niebla y dificulta la visión. Allá en la falda de la montaña, más que verse se adivinan las casas de Santa Marina. Está todo desierto en la villa: ni personas, ni vehículos, ni movimiento alguno
El silencio permite oír las aguas del Regueiro de Sanmartín correr en busca del Luiña y se le adivina queriendo asomarse por la alcantaríllala que se abre en el callejón que le cubre muy cerca de su entronque con Uría. Se le oye sonar bajo el asfalto y el cemento. Las gotas de algunos canalones rotos golpean contra el suelo y llegan también al oído atento junto a las que lo hacen en los charcos. Son irregulares en su monotonía
Está oscuro el día. He madrugado como a buen jubilado corresponde. Qué lejos aquello de: “Cuando me jubile nunca me levantaré hasta que medie la mañana”. Craso error. Sobre las intenciones terminan mandando las circunstancias, el tiempo y su paso. Creo que de todos los que conozco ya jubilado tan solo ha hecho realidad estas intenciones, más allá de los primeros días, mi colega de aventuras informativas José Mazaría G. Azcárate.
Vuelvo a la ventana. No está el ambiente para el matinal paseo y, como ya hiciera, hiciéramos muchos, durante la pandemia, decido pasear por el largo pasillo de casa. Al poco rato me entra la vagancia, la molicie, pecado capital al decir de un viejo párroco de mi niñez allá en las Villuercas.
Decido darme a ella y como la luz sigue sin romper las brumas de la mañana, me vuelvo a la cama acordándome de aquel viejo párroco que en mi bautizo auguró que: “ojalá que los presentes podamos acompañarle también el día en que cante su primera misa”. Erró del todo el buen don José Álvarez; ni siquiera estuve en el Seminario.
Entro en una plácida duermevela oyendo y dejando de oir la radio hasta que, ante mi tardanza entra mi hijo con mi nietecilla en brazos
-¡Hale, a la cama con el abuelo!
Y la deposita a mi vera. Me mira un tanto extrañada. Comienzo a hace monerías de esas que hacemos los abuelos. Sonríe braceando sin control e intenta dar unos grititos. Pasa un buen rato. La luz ya entra por la ventana aunque sigue lloviendo y la niebla tapando las montañas, esas cien que rodean Cangas.
¡Que fácil es hacer feliz a un abuelo en una maña lluviosa y fría de domingo!
Y