SUROCCIDENTE.-Y el veranillo de San Miguel frenó la precipitada llegada del otoño
Se me han ido los días del verano cual se escapa la arena de la playa entre los dedos de los niños que pretenden construir fortalezas con el inmanejable elemento. Esas playas que este año fueron varaderos de familias agolpadas bajo multicolores sombrillas mirándose con gestos oscos por un centímetro para ti o para mí en la adivinada arena.
De repente todo ha quedado atrás. Los días de verano, las playas, los viajes, el cañeo, los rojos atardecer y las terrazas. Dejaba atrás la Estacada de Fariñas en mi vespertino paseo. Un airecillo algo más que fresco me hizo encoger los brazos, la veraniega camisa se mostraba insuficiente para protegerlos. Las ramas de los árboles comenzaron a moverse y algunas hojas comenzarán a caer describiendo círculos caprichosos en el espacio. Sin avisar, la niebla comenzó a deslizarse monte abajo amenazando con llegarse hasta el mismísimo rio. Octubre había dejado atrás su mediana y el tiempo, impertérrito a todo y a todos, iniciaba su cíclico cambio sin tan siquiera anunciarse como, admitámoslo o no, venía repitiendo año tras año quizás allá desde el principio de los tiempos.
El día siguiente amaneció frio y un tanto fosco. Me asomó a la ventana y veo algo que no había ocurrido en los días anteriores, o al menos yo no me había percatados. El ir y venir era más animado del habitual hasta esas fechas pese a que la maña no estaba precisamente muy clara. Y entonces reaccioné. Pasaban padres y madres presurosos tirando de las manos de pequeños y menos pequeños encorvados muchos de ellos bajo el peso de su mochilillas. Otro eran más afortunados y el padre o el abuelo cargaban con el peso. ¡Había comenzado el curso escolar! Eso si que era el adiós definitivo al verano. Incluso iría más allá: el fin de un año y el inicio del otro. Esta fecha suele definir mucho mejor, tanto en el hacer como en el dejar de hacer, el ir o el venir, el retomar de de rutinas y costumbres, mucho mejor que el paso de diciembre a enero.
Y el otoño, en este su primer acercamiento amagó pero no dio. Siguiendo también su marcado y definido devenir se acercó sibilino y frio hacia la festividad de San Cosme y Damián para abrirse al veranillo de San Miguel esplendido de sol. Y tan pronto como el reloj de la basílica se acercaba a las doce de la mañana, el termómetro se disparaba alegre hasta acercarse descarado a los treinta grados para, luego, dejadas atrás las cinco, volver a lanzarse en picado hacia abajo en desvergonzada carrera que hacía a los cangueses, a los tinetenses y allandeses, o a cuantos en su camino pillaba, a arroparse o desarroparse en virtud de sus caprichosos horarios y deseos.
Y así andamos del calor del día al relente de la madrugada, saliendo arropados y despejándonos de prendas con el avance de las manillas del reloj para de nuevo operar al contrario. Y poquito a poquito se nos va alejan el veranillo tras contribuir, como a su misión es debido, al madurar de membrillos y granadas.