Los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana (II)

La ermita del Niño

-II-

El encuentro

Era Jueves Santo, uno de esos jueves que al decir del paisanaje lucían más que el sol: “Jueves Santos, Corpus Cristo y el Jueves de la Ascensión”. Y a fe que se estaba cumpliendo. Nuestro joven seminarista había participado con recogimiento y entrega en los Oficios Religiosos que al día correspondían. Don Delfín, espléndido, les había autorizado un paseo. Y en animada charla con José María se hallaban junto al Rollino los tres seminaristas cuando algo vino a romper todas las armonías vivenciales de nuestro protagonista.

Con gran alborozo, un grupo de jóvenes de ambos sexos bajaban por la Calle León hacia la Plaza. Alzó la vista Fulgencio y algo le estalló por dentro.

Allí entre todos ellos, a la mayoría de los cuales conocía, destacó de pronto, como surgiendo de entre las nubes, una chica risueña que revoleaba como una mariposa de amiga en amiga agarrando del brazo a una, de la mano a otra, o revolviendo el pelo a la de más allá. En un momento le pareció que bajaba sola calle abajo. Dejó de ver a chicos y chicas.

Por un momento perdió la noción del tiempo, incluso la de la realidad del grupo, tan solo veía a aquella joven risueña que parecía flotar incorpórea. A medida que los jóvenes se acercaban sintió como se aceleraba su respiración. Oyó hablar a Juan José y le llegaba la risa de José María. Oía pero no era consciente de lo que allí mismo sucedía.

El grupo que llegaba a la Plaza bullicioso lo componían jóvenes del pueblo y otros, los menos, que habían llegado con sus familias a pasar unos días de vacaciones. Entre éstos estaba la joven Candela que era la que había llamado tan especialmente la atención de nuestro seminarista. No tendría mucho más de dieciocho años. De expresión dulce, tenía un ligerísimo repliegue en el labio superior, hacia su parte derecha, que acentuaba una sencilla sonrisa plena de candidez.  Ojos negros y almendrados que destacaban en su rostro un tanto pálido, más redondeado que agudo, y sobre cuyas cejas, alineadas y de trazos suaves, se movía a su albedrio un rizo rebelde de pelo que se escapaba de entre otros. No es que fueran en su totalidad rizoso, eran como un ten con ten del liso al caracoleo que variaba según la postura de la cabeza en cada momento.

Llevaba un vestido rosa de amplio vuelo que se desplegaba airoso justo por las rodillas, sin mangas como pedía el día luminoso de sol. Un cinturón blanco remarcaba su estrecha cintura.

 Aún impactado, y cuando ya tenían al grupo prácticamente encima, los ojos se le fueron a las piernas de Candela: torneadas, proporcionadas en sus medidas. Unas ligeras zapatillas cubrían sus pies. Notó como se le subían los colores, comenzó a darse cuenta de la realidad del momento y sintió una enorme vergüenza.

-Despierta, mozo. ¿Embobaste o qué?, le espetó José María dándole un codazo.

Los cuatro emprendieron el camino hacia el Rehoyo entre risas, el grupo de jóvenes no tardó en dejarles atrás.

En los días siguientes a aquel encuentro éste no se borraba de la mente de nuestro seminarista. Procuraba no encontrarse con Candela aunque su figura no se borraba de su mente. Le llegaba a cada instante sin él proponérselo. Comenzaba a materializarse en su mente incluso en los momentos de oración. Y esto era lo que más le preocupaba. En contra de las enseñanzas que recibía en el Seminario, el amor terreno, o lo que fuese el sentimiento aquel que estaba desarrollando en su corazón, se estaba imponiendo, suave pero implacablemente al divino, amor éste al que, ya como sacerdote, habría de entregarse en cuerpo y alma dentro de poco.

Y entre dudas, oraciones, miradas furtivas cuando aparecía por la Plaza el grupo de jóvenes, largos diálogos con su propio yo y paseos de tarde se agotaron las vacaciones y los tres amigos hubieron de volver a Plasencia.

Por aquel entonces los estudios en el Seminario mayor atravesaban una época convulsa debido a la puesta en marcha de las diversas normas del Concilio Vaticano II.  Aunque variaban de unas diócesis a otras, venían a dividirse en filosóficos y teológicos, los cuales debían comprender al menos un sexenio completo; en ocasiones también se encontraba un año de pastoral, en el que el seminarista vivía, a modo de práctica y durante un año en alguna parroquia de la diócesis, y un año de diaconado, todo esto de acuerdo con las disposiciones del obispo. Y a punto de entrar en esta etapa se encontraban nuestros seminaristas

 Los seminarios, antes y ahora, dada su identidad de centro de educación, se convierten además en centros del conocimiento y espacios de la discusión intelectual que suele influir en la región en el que se encuentran. Por otro lado, los seminarios generan naturalmente, y mucho más en los años a los que nos referimos, otra riqueza intelectual: las bibliotecas que, aunque especializadas en filosofía eclesiástica y teología, guardan por lo general secciones de materias como picología, sociología, antropología, literatura, oratoria y otras materias relacionadas con la formación del seminarista.

Ha de entender pues el lector que el nivel de nuestros tres mozos seminaristas era mucho mayor que el general de los berzocaniegos o lo de los pueblos de la comarca.

A los tres les llegaba el momento de dar el paso definitivo. Estaban a punto de profesar como diáconos y la decisión de llegar a la consagración sacerdotal se les venía encima.

Se agotaba el último trimestre y el olor a vacaciones comenzaba a enseñorearse de claustros y paseos. Los exámenes comenzaban a sucederse unos tras otros sin muchos agobios por cuanto nuestros tres protagonistas eran muy buenos estudiantes. Y fue aquí, tras un curso más o menos tranquilo, cuando se planteó en toda su crudeza la confrontación entre su fe y Candela, cuando el dilema moral, incluso alguna veces físico, comenzó a resurgir con renovada intensidad.

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R. Mera