El puente Repalo y los avatares de Amalio
Llovió todo el día
Llovía a mares. A caballo de la mula, a cuyo rabo iba unido el ronzal del burro que la seguía, Amalio aguantaba estoico el temporal camino del Molinillo. Soplaba el viento y las gotas de lluvia golpeaban su cara. Para protegerse se arrebujó aún más en la manta. Tan solo los ojos le quedaban fuera de ella
Había aguantado demasiado en el pueblo con unos y otros, especialmente con los Meras, sus cuñados, y la noche se le había venido encima sin aviso ni trompetería alguna.
La manta zamorana no solo lo cubría a él sino también a gran parte de la carga que portaba la mula. Los “avíos”, las provisiones, al menos para una semana de una familia numerosa. Bajo aquella, no pudo reprimir una sonrisa de complacencia. Siempre que se juntaba con sus cuñados terminaba igual. Y mira que se lo advertía una y otra vez su mujer, Sole.
-Amalio, no te juntes con mis hermanos, que te lían
Pero él se juntaba. Y se dejaba liar. Estoico en su forma de vida, parco en el decir y tremendamente tímido a la hora de expresar sus sentimientos, se encontraba agusto con ellos. Se reía con las salidas de Gaspar y la solemnidad que daba a sus decires Lorenzo.
Habían pasado un rato largo en cá tía Turura, coronada la Pedrilla, bromeando entre ellos y con los clientes que entraban y salían. No había parado de llover en todo el día y se adivinaba la crecida de los ríos. Las canales chorreaban a todo trapo y el agua sonaba escandalosa chocando contra el empedrado de la calle cada vez que algún cliente abría la puerta.
Comenzaba a anochecer
-Oye Amalio, tendrás que irte yendo. No es que quiera echarte, que aquí tamos toos bien. Pero sigue lloviendo y el Repalo se va a poner imposible y ya sabes que es mu cabrón.
Tenía razón José, así que preparó los bártulos y emprendió el camino bajo la lluvia. Ello no le asustaba. Había pastoreado, labrado, caminado y cabalgado bajo la lluvia o envuelto en fríos y calores, durante toda su vida. Era algo consustancial a su propia existencia. Incluso alguna vez se había visto apurado con la mujer a punto de parir camino del pueblo, como en “La nacencia”.
Un ligero ruido le llegó de frente por encima del golpeo del agua contra el suelo y las ramas de las encinas. ¿Sería el río?
Aunque intentó evitarlo, un atisbo de preocupación ocupó su mente. Recordaba que un rato antes, hablando del rio y del puente, el cuñao José le había contado que él había oído en alguna ocasión, a su padre o alguien mayor que él, no recordaba bien, que el río había estado a punto de matar a un hombre.
Creo recordar, relataba José, que se trababa de tío Ambrosio, “el del Chimpún”, le llamaban de apodo por no se qué de una escopeta que al disparar se desarmaba en cachos y había que volver a montarla después de cada disparo. Seguro que “too hablaurías”, aclaraba el mismo José sobre la marcha.
Sea lo que fuere, seguía imperturbable, en su relato, el caso es que cuando llegó al puente, el agua había saltado sobre la lancha y el río rugía golpeando contra aquella y arrastraba leños y porquería con gran estruendo.
Ambrosio, que iba hacia el pueblo, o sea en dirección contraria a la de Amalio, llevaba del cabestro (ronzal) a un burro cargado de leña, algo que si se hacía sin permiso, como era el caso, estaba penado hasta con cárcel y que la Guardia Civil perseguía.
Llegado al puente surgió el dilema. La lancha estaba ya empezando a ser sobrepasada por el agua. Miró hacia arriba y hacia abajo, no veía claro por dónde podría vadear. Percibía todo muy peligroso. Al final se decidió y enfiló la entrada al puente con el burro del cabestro. Cuando ya estaban a punto de salir de la lancha que conformaba la tapadera del puente, el jumento resbaló, bamboleó con la carga, y cayó al río arrastrando con él a Ambrosio que, sin soltar el cabestro, comenzó a gritar como poseso.
Les salvó la carga de leña, seguía contando José adornando, quizás, el relato de una y otra forma sobre a lo que a él le habían contado. El burro flotaba y Ambrosio se agarró a él con todas sus fuerzas. Y no se hundieron. Al final burro y leña, y con ellos Ambrosio, fueron a chocar contra unas encinas, en una curva que hacia el río, y allí quedaron parados. ¡Vete tú a saber cómo!, pero el caso es que salieron.
-Bueno, así me lo contaron, aunque no recuerdo bien quién, terminó José dando una larga chupada al cigarro
Amalio había llegado junto al puente y se le planteaba el mismo dilema que a Ambrosio.
El agua saltaba por encima y no dejaba ver la lancha. Se bajó de la mula y se acercó a la orilla. Rugía el agua y saltaba el cauce acá y acullá. Lo noche no estaba muy oscura y ello permitía a Amalio ver donde pisaba y por donde andaba.
Recordó que un poco más arriba el terreno llaneaba y el río se abría. La corriente era también más floja. Se acordó de tío Ambrosio y decidió vadear y olvidarse del puente.
Volvió sus pasos a por las caballerías y se dispuso a asegurar la carga. Iba a mojarse, así que se la ingenió para colocar el pan en la parte más alta de la misma. La subió toda lo más que pudo y apretó las cinchas de los aparejos así como los nudos del cabestro que unía el burro a la mula.
Muy despacio, tanteando el fondo con los pies, se fue adentrando en la corriente. Cuando ya el agua le llegaba por la cintura se colocó a un lado de la mula dejando que aquella golpeara contra ella y evitando así pudiera arrástrarle a él. Mientras avanzaba no dejó ni un momento de hablar a la mula para tranquilizarla. Ésta tropezó un par de veces pero se rehízo bien. Hubo un momento en que el agua estuvo a punto de llegarle a los hombros. Se asustó pero la mula aguantó bien. De pronto se vio en la orilla. Fueron tan solo unos minutos pero a Amalio le pareció casi una hora.
Ya fuera del agua, hombre y caballerías se sacudieron aquella como pudieron, pero apenas lograron nada. Seguía lloviendo. Respiraron aliviados y Amalio revisó toda la carga asegurándola de nuevo. Arriba, las nubes se abrieron un momento dejando paso a la luna y haciendo que las hojas de las encinas brillasen.
Arrimando la mula a una roca, Amalio se subió de nuevo a la misma. Volvió a envolverse en la manta, que debía de pesar ya al menos una tonelada, y reanudaron el camino. No tardarían en llegar a casa donde todos dormían. Ladraron los perros y su mujer y su hijo mayor salieron a ayudarle.
Años después, ante una foto del puente, comenté con algunos paisanos esta historia (a la que adornamos un tanto) y del Puente Repalo, de las historias y miedos que deben guardan sus lanchas y que de una u otra forma vivieron los agricultores, ganaderos y pastores berzocaniegos que iban a las fincas donde vivían o trabajaban: las dehesas del Molinillo, Barbellio, las Caballerías….