Manuel se fue cuando cerró la última casa de su aldea
Se levantó muy lentamente de la silla. Sujetándose a la mesa de la cocina tiró con fuerza de su cuerpo y de sus piernas que parecían aferrase a la cómoda postura en que estaban. Suspiró profundamente y arrastrando los pies se acercó la ventana. Corrió levemente uno de los paneles y una corriente de aire fresco se coló por la apertura.
-Se acerca el invierno, se dijo
Las montañas de enfrente, imponentes contra el cielo, se dejaban acariciar por una niebla suave y sedosa. Entornó los ojos y se dejó llevar. El silencio era absoluto. Por un momento le pareció ver una leve columna de humo elevándose al infinito desde algún lugar. Le confundió su mente. Su mente y el fuerte deseo de que las chimeneas de su aldea volviesen a cobrar vida. Todas, una tras otra, se habían ido apagando con el paso de los años. Poco a poco, al igual que su vida. Todo se fue apagando en un susurro, en un suave deslizar casi imperceptible, nadie pareció darse cuenta, ni siquiera él mismo.
Agudizó el oído. Nada, ni un ruido, ni una chueca, ni siquiera el ladrar de un perro. Cerró despacio la ventana y apoyándose de nuevo en la mesa volvió despacio a la silla sentándose trabajosamente. Le invadió un suave sopor que le fue sumiendo en los recovecos del tiempo.
-Manuel despierta, ya está bien de siesta, hay que ir a echar el agua y ver las vacas, creo que hoy pueden quedarse en el prao.
La voz de Emilia, su mujer, le llega tenue y apagada. Por momentos le parecía real, por momentos sabía que dormitaba.
Las voces y las carreras de sus hijos inundaban de vida la casa. Todas las casas de la aldea eran nidos de bullicio y vida, de futuros prometedores que uno a uno se fueron luego tronchando. Como las vidas de sus vecinos. Y uno tras otros fueron desfilando por su mente con un dicho, un saludo o una indescifrable interjección.
El rinchado de las ruedas de un carro cargado de hierba le despertó. A punto estuvo de caer de la silla en su brusca vuelta a la realidad. Le dolía un brazo y sentía un ligero malestar. Seguía en el pasado
Despacio, más despacio aún que la vez anterior, se fue de nuevo hacia la ventana. Se había disipado la niebla por completo y Manuel percibió como a lo lejos, en la cima de las montañas, la nieve caía suave, muy suavemente.
Abajo, en la entrada del pueblo, Luis, un joven que trabajaba y vivía en Cangas, cerraba a cal y canto la casa que había sido de sus abuelos y de sus padres. Se apagaba definitivamente la última chimenea de la aldea. Ahora tan solo él era el único habitante de la misma.
Se dejó invadir por la melancolía. Le dolía el brazo y cada vez se sentía más incómodo. Incontenibles, las lágrimas corrían por sus mejillas. Eran unas lágrimas suaves, dulces, llenas de cariñosas añoranzas y dulce recuerdos. Sintió que poco a poco se iba. En un último movimiento, casi inconscientemente, apretó la medalla de aviso que llevaba colgada al cuello.
Empleados de los Servicios Sociales le encontraron a la mañana siguiente muerto en su silla y con una sonrisa en los labios. Manuel no había querido sobrevivir a su aldea y murió con ella.