Al Acebo en los años cincuenta
Foto: El Acebo en el año 1.954
Muchos de ustedes recordarán mi artículo “El Acebo: ritos que han de cumplirse en su visita y acentuarse en la comida”, aquí publicado no ha muchas fechas. Un cangués de los de corazón y sentimiento abiertos en todo aquello en lo que a su pueblo se refiere, Eduardo Manuel Prieto Rodríguez, con la mochila de la vida llena ya de vivencias, emociones y, como no, de desengaños, no dudó en publicar bajo el mismo, en el apartado de comentarios, un artículo pleno de recuerdos y sentimientos, pero sobre todo de nostalgias, idas para muchos pero que, para él, permanecen en el fondo del corazón como si ayer hubiesen sucedido. No dudé en pedir su autorización para traerlo hasta esta página. Aquí lo tienen:
Así sobre el papel y con el recuerdo en mi memoria de lo que la subida al Acebo representaba en aquellos años a los que aquí me refiero, allá iniciados los cincuenta, tengo presente la subida al Acebo, desde Moral primero y desde Limés después, cargados con la pota del caldo de berzas, o de caxinas, metida en un maniego pequeño envuelto en una manta de hilo de lana de las ovejas, de aquellas que se hacían en los telares de mano. Dentro iban tres ladrillos refractarios bien calientes, los cuales daban el necesario calor durante horas.
En otra cesta iban los entrantes, la empanada, los frisuelos, la fogaza de pan, el resto de la condumenia y una garrafa de calabaza con casi cuatro litros de vino de casa.
Llegados al alto venía lo de escoger sitio donde se pudiera colocar el paraguas bien amarrado a una estaca de fierro, paraguas de los de antes, donde se cobijaba toda la familia. Debajo de éste se colocaban las correspondientes potas, bandejas y cajas, que contenían las viandas; se tapaba todo con otra manta, aunque he de precisar que no eran enteras, eran medias mantas.
Había años en que subíamos el día antes a dormir en el alto. Lo hacíamos en compañía de otros vecinos. Asistíamos a la novena y al sermón que decía un fraile de Corias. Después de la cena se iniciaba la fiesta. A los pequeños nos ponían a dormir en un rincón de uno de los dos bares que había con una manta debajo y otra encima; nos dormíamos entre risas y canticos
Cuando lo hacíamos en el mismo día grande, una vez arriba y todo ya en su sitio, cada uno a lo suyo. Lo primero, y de obligado cumplimiento, era comprar las cintas de colores del Santuario, después ir a la iglesia a pasarlas por el manto de la Virgencita, así como las llaves de casa, a las que más tarde se unieron las del coche. Luego nos gustaba mucho el poder portar estandarte o ciriales en la procesión, o procurarnos sitio para hacer relevos y poder portar la Santina del Acebo.
Después venía el rito del alterne y saludar a todos aquellos a los que hacía tiempo que no veíamos, incluidos familiares dispersos por el concejo de Cangas.
Después de ello, la comida, el disfrute de la romería y el cortejo de alguna moza, que si había suerte, ya tenías pareja para bailar toda la tarde, e incluso para poder ir a alguna fiestuca más de algún pueblo en la que la que se solía quedar con ella, incluido su propio pueblo.
Pero toda acaba, así que al empezar a caer la tarde, la familia comenzaba a recoger y seguidamente emprendía el camino de regreso para casa. Como uno solía retardear, quedábamos en encontrarnos en un lugar determinado de la ruta de bajada, al cual acudía a la carrera después de despedirme de dicha moza.
Ya en casa, un buen aseo, cambio de ropa, coger la bicicleta y camino de Cangas junto con otros vecinos. Allí, alquilábamos un coche de punto, como se les solía llamar en aquel entonces, que ya teníamos apalabrado para el viaje de ida y el de regreso, y marchando para Pola de Allande a disfrutar a tope de las fiesta del Avellano.
Si el día siguiente era laborable, ya de madrugada emprendíamos el regreso para casa, cambio de ropa y a esperar el camión que nos llevaría a la mina ese día. Como ustedes comprenderán, normalmente ese día el rendimiento no era muy bueno; llegábamos dormidos en el camión, preparábamos el candil para entrar al tajo, mientras el capataz y el vigilante repartían los trabajos, limpia de los tajos, postear allí donde se necesitase, sacar carbón de los sitios de las canales donde se acumulaba y aquello que procediese.
En esos mandaos unos trabajaban mientras los otros dormían.
Pasada la hora y con la misión cumplida, el capataz repartía órdenes para el día siguiente. Había sido un día de paso, pero todos sabíamos que, para compensar, al día siguiente la producción habría de ser una cuarta parte superior a la de cualquier día normal. Y así se cumplía.