Una noche en la era y un trillo de ruedas

Una noche en la era y un trillo de ruedas

Niños trillando

A los Pastor Sánchez con cariño

Miles, millones de estrellas ,caían sobre mis ojos y sobre mí, el resto era todo oscuridad.

Tumbado en la era, oía sin oír los cientos de ruidos que hasta mi llegaban de todas partes, incluso de las pajas que aplastaban mi propio cuerpo

-¡Juan!, ¿estás dormido?

La voz de tío Faustino Pastor vino a sacarme de mi ensoñamiento. No puedo por menos de esbozar ahora, al recordarlo, una sonrisa. Y es que, prácticamente hasta su muerte, cada noche, incluso cada madrugada, cada vez que sonaba la puerta de casa, tío Faustino preguntaba

-¿Quién eres?

Y el muchacho o la muchacha, que eran unos cuantos, daba su nombre

-Juan, Trini, Cipriano, Faustino, la Inés…

-Pasa…pero no cierres que aún falta gente.

Entonces no adivinaba ni mucho menos que ocurría lo que acabo de contarles

Los ruidos del campo, esos que por el día se nos escapan, sonaban por todas partes. A mí me parecían muchos, muy fuertes, incluso preocupantes. Predominaban los grillos, pero había muchos otros, todos indescifrables para mí, salvo algún mugido o rebuzno, el balar de una cabra o una oveja. Se oía el movimiento de los animales cercanos o ruidos desconocidos que inquietaban el espíritu. Era difícil conciliar el sueño. Una suave brisa, apenas perceptible, me acariciaba suave compensando los calores del día.

Allá lo lejos, donde se iniciaba la loma, un búho dejó oír su lúgubre voz. Sentí como una especie de escalofrío pasajero.

Tumbado en la era me sentía empequeñecido, diminuta gota de polvo en el espacio.

Arriba pude identificar la Vía Láctea, el Camino de Santiago, con sus millones de estrellas. Tal parecía que se iban a venir todas sobre mí. Me sentía empequeñecido, diminuta gota de polvo en el espacio.

Por un momento se apoderaba de mí una dulce somnolencia. Y me venían a la mente los versos de Gabriel y Galán

He dormido esta noche en el campo/ con el niño que cuida mis vacas/ y se quiso quitar, pobrecillo/ su blusilla pa hacerme almohada

Era la primera vez que dormía al aire libre. Estábamos en Hernándonez, una finca no muy alejada del pueblo a la que acudí con mis primos, Juan y Manolo, y su padre, tío Manolo Portales. Con él estaban dos de sus hermanos, Faustino y Juan José. Perdidos entre las brumas de la memoria mis recuerdos me hablan de que habían sembrado y cultivado parte de aquella finca en régimen de arrendamiento, o de aparcería, o vete tú a saber. El caso es que allí estábamos todos dispuestos a recoger el trigo ya segado y extendido en la era.

Y este era el principal motivo de nuestra estancia: la era, la trilla.

Me lo propuso mi tío Manolo el día antes

-Qué ¿te quieres venir a trillar mañana?, vienen también Juan y Manolo.

No lo dudé un instante. Con rapidez obtuve el preceptico permiso. Mi madre no lo veía muy claro, pero el apoyo de mi abuela Juana, mujer y madre de jornaleros, fue decisivo

Manolo, que era el especialista en la cosa, caballero en un viejo caballo que portaba las alforjas, herramientas y aperos, abría el camino

Ni qué decir tiene que dormí inquieto toda la noche anterior. Antes de que llegaran las primeras luces del día emprendimos el camino. Manolo, que era el especialista en la cosa, caballero en un viejo caballo que portaba las alforjas, herramientas y aperos, abría el camino llevando de la jáquima (ronzal) a otro entre blanco y pardo cargado también de trastos. Decía Manolo que “era muuu falso”.

Detrás caminábamos nosotros. No tardarían en incorporarse a la comitiva el resto de los Portales.

Trillo de ruedas

Juan me había contado que tenían un trillo de ruedas y dos de cuchillas. La posibilidad de montar en un trillo de ruedas me entusiasmaba. Era lo más parecido a ir en un coche a toda velocidad. En los de cuchillas ya había montado alguna vez en la era del Rehoyo. Pero iban a ras de suelo y sonaban muy poco. Los de ruedas sonaban muchísimo y corrían aún más, sobre todo si de él tiraban caballos o mulas y se les arreaba bien; si eran burros como que no. Y es que las grandes ruedas dentadas de esos trillos traqueteaban cortando la paja con estruendo y al tener menos rozamiento permitían mayor velocidad con la misma fuerza de arrastre.

La posibilidad de montar en un trillo de ruedas me entusiasmaba.

El sol calentaba con fuerza y Juan y yo ya habíamos hecho algunas descubiertas por los alrededores avistando algún lagarto, pero sobre todo lagartijas huyendo despavoridas en cuando nos detectaban. Oíamos los campanillos de la vacas pastando no muy lejos y el balar de las ovejas. Los campos estaban resecos, de agostada, y el sol se aplastaba pegajoso contra el suelo.

 Oíamos los campanillos de la vacas pastando no muy lejos y el balar de las ovejas. Los campos estaban resecos, de agostada, y el sol se aplastaba contra el suelo.

El otro Juan, el de tío Faustino, al que apodaban Pajarino, y Manolo, se encontraban trillando

-¡Pepe, Juan! ¿Queréis montar?

Manolo nos gritaba subido en el trillo de cuchillas que daba vueltas en una de las eras tirado por el caballo más viejo. En la otra, más grande, estaba el de ruedas que pilotaba Juan Pajarino. Nos hubiera gustado más ir a éste, pero no obstante corrimos hacia Manolo. Éste dio las riendas a su hermano Juan, y yo me senté a su lado. Comenzamos a dar vueltas y vueltas.

Hoy en día aún me pregunto qué sentido dábamos a aquello. Como podíamos ser tan felices dando vueltas y vueltas envueltos entre paja y polvillo, pero gritábamos contentos. Me pregunto si serían ahora igual de felices nuestros nietos si le proponemos una tarde de era y trilla.

Me pregunto si serían ahora igual de felices nuestros nietos si le proponemos una tarde de era y trilla.

A eso dela una y media se paró todo. El sol mandaba centellas ardientes sobre los campos. Reunidos todos entramos en uno de los cobertizos, Tío Juan José preparaba el gazpacho. Nos dieron un cacho de pan y morcilla patatera sobre los que nos lazamos con fruición. Aquello era un manjar para nosotros. Hasta parecía saber mejor que las merendillas de casa con las manos sucias de paja y las ropas polvorientas. Bebimos agua fresca de una calabaza y luego nos dieron un cachillo de chorizo para terminar el pan.

Los mayores, sentados en el suelo, se dispusieron a dar una cabezada y aunque nos advirtieron que no saliésemos hasta después de siesta, Juan, Manolo y yo, no tardamos en salir e irnos hacia la parte de atrás del cobertizo en la que este proyectaba una corta sombra.

Había allí un hormiguero y, provistos de unas raminas con las que las dirigíamos, no tardamos en hacer a las hormigas formar hileras en uno u otro lugar para que compitiesen entre ellas.

Como a la edad corresponde, enseguida nos aburrirnos y nos trasladamos hacia unas encinas cercanas a la caza de lagartijas. Manolo nos aseguraba que si cortábamos el rabo a una y nos quedábamos un buen rato mirándolas veríamos como volvía a salirle de nuevo.

Cazamos una y Manolo la arrancó el rabo. Con ella en la mano estuvimos un buen rato mirando, pero no vimos ver salir nada del rabo. Juan propuso que le pusiésemos un lazo a la lagartija para conocerla, volver otro día y ver si ya tenía rabo.

Juan propuso que le pusiésemos un lazo a la lagartija para conocerla, volver otro día y ver si ya tenía rabo.

La voz de tío Manolo llegó potente llamando a su homónimo a reanudar la tarea. Hacia allá fuimos los tres

-¡Hala!, ir hasta la era grande y dar unas vueltas que ahora hace mucho calor para ir por ahí.

Salimos disparados saltando sobre el trillo de ruedas. Manolo cogió las riendas y azuzó al caballo haciendo restallar el látigo. Sin muchas ganas se puso en marcha lentamente. Poco a poco fue acelerando la marcha. Las ruedas comenzaron a sonar cortando pajas y desgranando espigas. Yo me senté en una especie de silla de fabricación casera atornillada a la madera aunque bailaba no muy segura, Juan en la plataforma a mi lado, y Manolo de pie delante, cual auriga romano en el circo manteniendo estupendamente el equilibrio.

¡Dale, dale!, le gritamos    

El trillo amagó un par de veces con volcar

Restallando el látigo y con la voz Manolo logró que el caballo pasase de trotar a un ligero galope. Las ruedas hacían ya un ruido tremendo, nosotros gritábamos cual si fuésemos en veloz automóvil. El trillo amagó un par de veces con volcar

-¡Manolo! La voz de tío Manolo llegaba colérica

-¿Quieres que vaya yo para que corra más el caballo? ¡Ya estás parando!

-Manolo tiró de las riendas, gritó ‘soo! unas cuantas veces y logró que la caballería amainase en su carrera. Todo volvió a la normalidad! Unos minutos después Juan y yo nos bajamos del trillo. El objetivo de nuestro viaje a Hernándones se había cumplido.

Me pareció ver un trillo de ruedas pasando a toda velocidad por la Vía Láctea.

Los parpados comenzaban a pesarme. Los recuerdos del día se iban diluyendo entre espacios en blanco y los ruidos se atenuaban en la distancia. Las estrellas comenzaban apagarse, perdían brillo y tan solo de vez en cuando aparecían entre mis parpados semicerrados. Me pareció ver un trillo de ruedas pasando a toda velocidad por la Vía Láctea.

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R. Mera

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