El baile de tía Anita
FOTO: El autor, en el centro, en el ambigú con unos amigos cañameranos. Al lado Luis Guarrino, detrás Antonio Cachila
-¡ Que viene!.¡Que viene don Delfín!
Alguien dio el aviso desde la puerta. Tío Quico “el cojo” lo lanzó hacia dentro del local y, como si de una sola persona se tratase, las muchas parejas que danzaban en la pista estiraron los brazos marcando claramente que entre hombre y mujer “corría el aire” como las normas de la época, tanto civil como eclesiástica, mandaban.
Su fama le precedía. Era un hombre orgulloso, autoritario y pagado de sí mismo. Se creía, y así actuaba, como si fuese el amo del pueblo. Y a fe que lo era. En aquellos años, el cura y el cabo de la Guardia Civil hacían y deshacían a su antojo en cualquier pueblo de España. Tan solo recuerdo de una ocasión en que don Bernardo, el entonces Alcalde y Jefe Local del Movimiento, paró los pies a un cabo “chuleta y arrogante” que paseaba de aquí para allá desafiante golpeándose la pernera del pantalón con una rama de olivo y que quiso imponerse al mismo cuando aquel, con un grupo de amigos, festejaban el lunes de las Fiestas. Le puso en su sitio y le tuvo de guardia a la puerta del bar de tío Diego hasta que ellos salieron.
El párroco dejaba pequeño al citado cabo. En artículo aparte hemos explicado como controlaba los paseos de los jóvenes y delimitaba los espacios y las distancias en que todos y cada uno habían de moverse a lo largo de la carretera de Cañamero en las tardes de los domingos.
Ahora caminaba decidido hacia el salón de baile. Comprobaría si el personal cumplía adecuadamente las normas. Si así no lo consideraba era capaz de cerrar el local. Ya lo había hecho en alguna ocasión según me contaron.
Estaba situado el salón del baile, en la Calle Balcones, o Calle Nueva, en un local que luego habría de ser casa de Juan Hidalgo y en la actualidad lo es de Tejero. En la parte trasera tenía un amplísima terraza y seguidamente terrenos que bajaban paralelos a la Calle Gradillas, que aún existen como entonces y así se puede apreciar según subes por la citada calle. Según entrabas, a la izquierda, tenía un pequeño local pomposamente denominado ambigú, al que se accedía subiendo un escalón,y que siempre estaba a rebosar. Tenía una puerta con portón que daba al salón. Cerrada por abajo, la parte superior estaba siempre abierta y permitía a los fisgones un directo control de lo que dentro sucedía.
Era éste territorio de aquellos a los que el baile nada les decía, pero que domingo tras domingo acudían en busca de fiesta, echar unos vinos, y pasarlo bien. Por allí andaba los aquí tantas veces citados Pacorro, Isaías, Pepe Merino, Tarra, Quinceño, el Pintapinta, Agustín Erreuirri, Rafael Popó, Colorín, Antonio Berenguelo, Maruso, Antonio La Picarona ….
Con buen tiempo este ambigú se abría también en la terraza trasera con gran éxito pues, al contrario de lo que sucedía en el antes citado, a éste acudían también a alternar y sentarse a sus mesas, las mozas.
La otra puerta, doble y también con portón, tras bajar un escalón, daba directamente a la sala y en ella se colocaban tía Anita primero, y tío Quico después, para vender las entradas y dar paso a la clientela regulando sus entradas y salidas
Ti Anita era mujer muy cordial, entrada en carnes, viuda y que por aquel entonces se había casado en segundas nupcias con tío Quico el cojo, así llamado por tener esta minusvalía. Tenía un hijo de su primer matrimonio, Fulgencio, al que todos llamaban Fujo el del Baile. Fujo estudió solfeo con mi padre, y de ahí venía la amistad entre las familias; amistad que me permitió entrar siempre gratis en el baile y, sobre todo, subir al tablao a tocar la batería. Precisamente por ello podía entrar incluso antes de tener la edad exigida ya que, si alguien preguntaba, tía Anita siempre explicaba convincente:
-Pepe está aprendiendo a tocar el yamba, él no baila, solo aprende. Y la verdad es que no era yo precisamente de los más bailaores
Habré de señalar que la batería como tal no la conocíamos; lo que entonces se tocaba era el yamba peculiar y berzocaniega pronunciación de la expresión inglesa jazz band con la que entonces se denominaba al conjunto de lo que luego habría de ser la batería que, como tal, constaba entonces de la caja, bombo con baqueta al pie, platillo, una caja china y lo que más éxito tenía: un campanillo, un cencerro de mediano tamaño.
-¡Daniel, dale más al campanillo!, gritaban los mozos cuando el pasodoble se aceleraba. Los danzarines brincaban girando cual peonzas y querían más ritmo y más ruido.
Daniel era uno de los mellizos de la Plaza Vieja. Aunque los dos tocaban la batería éste es del que más me acuerdo. No era tampoco muy bailador por lo que me tiraba las horas muertas esperando a que se decidiese a bajar a bailar y me dejase algún que otro rato los palillos.
Fujo era un entusiasta de la música. Muchos domingos terminaba con el labio inferior hinchado de tanto soplar. Descansaba muy de tarde en tarde y en esos momentos bajaba al ambigú a charlar con unos y otros y tomar con ellos unos vinos
Le estoy viendo. Sujeto el saxo con la mano izquierda, con una bayeta amarilla sobre la pierna derecha, miraba la partitura sujeta en un atril que se descuajaringaba a cada momento y marcando el ritmo golpeándose con la derecha en el muslo cantaba:
-Sol, sol, la, mi, fafa, sol siresol… Ésta la voy a cambiar de compás así será más rápida. ¡Qué se cansen coño!. Y comenzaba a soplar disfrutando a más no poder.
En ocasiones la cosa iba aún más allá y tras terminar el baile salía de ronda con los mozos parándose a tocar delante de las casas de una u otra moza según aquellos le indicasen y en función de los intereses de cada uno por ésta o aquella. Para saber quién era el que rondaba, los mozos llamaban a voces al interesado para que dentro se enterasen. Así las cosas, Fujo podían empezar a tocar a las cinco de la tarde y dejarlo a las cinco de la mañana. ¡Que gratos recuerdos guardo de él y de su música!.
Don Delfín llegó a la puerta del baile y entró al ambigú
-Buenas tardes a todos
-Buenas tardes don Delfín, contestaron los parroquianos no sé si respetuosos o acobardados
-Creo que ese portón estaría mejor cerrado, dijo señalando el que a la sala daba.
Uno de los mozos lo cerró inmediatamente. Salió el cura y se dirigió a la puerta de acceso. Tío Quico le abrió la puerta obsequioso y prevenido.
-¿Quiere usted pasar?
Bajó el escalón y sin cortarse un pelo comenzó a fisgar cuanto allí sucedía midiendo mentalmente las distancias entre hombre y mujer y la posición de la mano del mozo en la espalda de ésta. Si en algún caso consideraba que aquella se hallaba en posición más baja de la permitida, más cerca de las posaderas que de los hombros, el osado sería inmediatamente llamado al orden al igual que la consentidora. No le costará muncho al lector deducir los improperios que con sordina, disimulados y amortizados, se cruzaban entre parejas bailaran éstas o no, y entre unos y otros.
Esta vez no debió ver el párroco anomalía pecadora alguna por cuando pasados unos cinco minutos se marchó por donde había venido. La distancia entre los cuerpos de muchas parejas disminuyó entonces ostensiblemente.
Juan Chitala y yo nos asomamos un tanto cohibidos al ambigú. Nos llamó Isaías
-Pepe, ¿queréis un vino?, que ya vais siendo mozos
-Yo quiero una zarzaparrilla, dijo Juan sonriente, convencido y siempre con sus originales salidas.
-¿Cómo que una zarzaparrilla? Esos son to putas guarrerías. Un vino p´acá y que la mitad sea sifón, dictaminó Isaías, efectuando el pedido.
Se oyó algarabía en la pista de baile y nos asomamos al portón.
-¡Fujo: “El gato montés”!, demandaron desde la pista
-¡Mejor Suspiros de España!, gritó el de más allá
-Un fox-trós, apuntó el que había logrado la pareja deseada y quería una pieza lenta
-¡No, no!, “La ovejita Lucera!, gritó otro
Habían parado los danzantes y se preparaban para una nueva vuelta. Los mozos, salvo los que se hallaban en el ambigú, se concentraban en un corro en el medio de la pista. Desde allí ojeaban a las féminas buscando con quién bailar. Las mujeres se hallaban alrededor de la pista, cerca de algunos bancos sin respaldo que contra las paredes se hallaban o sentadas en los mismos. Hacían lo mismo que los mozos pero con mucho más disimulo.
El conseguir bailar con una moza determinada era todo un juego de estrategia. Tenías que encontrar otro mozo que accediese a bailar con la compañera de la que tú deseabas. Para ello habían de coincidir los gustos y que tu acompañante y la de ella entrasen al juego
Una vez que encontrabas, o casi obligabas, a algún amigo a que te acompañase, los dos juntos se dirigían a la pareja que estaba bailando intentando colocarse adecuadamente para coincidir con quien querías, algo que hacían tanto ellos como ellas. Entonces el más interesado se dirigía a la pareja.
-¿Bailáis?
Las mozas nunca contestaban. Si no se separaban no había nada que hacer, sí lo hacían, ellas, al igual que ellos, giraban con picardía para coincidir con aquel o aquella que interesaba. Deducirá el lector que eran muchas las veces en que cada uno terminaba bailando justo con la o el que no quería hacerlo. Pero éramos unos caballeros. Otras veces la que te interesaba accedía pero la compañera repetía una y otra vez:
-¡Que yo con ese no bailo!
Y todo se fastidiaba. Al corro a esperar una vuelta nueva y a comenzar otra vez con las maniobras de aproximación. Sépase que la invitación a bailar no se hacía nunca antes de que la pieza se iniciase y las mozas se pusiesen a bailar, de ahí la complicación. Tan solo se hacía antes si había una moza sola (cosa harto improbable) o tres amigas, ya que dos no se ponían a bailar por no dejar sola a la otra. En este caso sí podías sacar a bailar a cualquiera de las tres: una bailaba contigo y las otras dos salían a pista.
Con las parejas más o menos formalizadas, la cosa era distinta. Ellas formaban un corro aparte. Recuerdo que había uno que estaba siempre cerca de las escaleras de acceso al tablao, ellos se agrupaban en otro cercano. En cuando sonaban los primeros compases de la pieza, ellos y ellas se acercaban sin más y comenzaban la danza. Y así una y otra vez.
En los descansos, tío Quico se colocaba tras la barra del bar y comenzaba un original sorteo del que los de mi generación y otras anteriores todavía hablan con guasa. Era tiempos difíciles y había que sacar parné de donde fuese. El premio era un conejo de campo.
Repartía entre los clientes una a una cartas que sacaba de una baraja y que vendía no sé si a dos reales o una peseta. Una vez vendidas todas, cogía otro mazo de cartas, las barajaba y las mostraba al público
-Corta tú; corta tú; y tú y tú; aquí sin trampa ni cartón, repetía dirigiéndose a unos y otros
– A ver. Y daba la vuelta a una carta sacada del mazo
-La sota de bastos, ¡nada!
-El cinco de oros, ¡nada de nada!
-El tres de espadas, ¡nada de nada de nada!
-¡Hombre ¡mira tú por dónde. El As de Oros. Le ha tocado a mi primo Vicente, de lo cual yo me alegro mucho.
-¿Pero cómo pue ser eso tío Quico?, decía La Picarona poco convencido de la legalidad de aquel sorteo
-Pué ser porque pué ser. Y aquí no hay trampa alguna. Vicente, primo, toma el conejo. Y se formaba unas algarabías festivas de protestas, reconvenciones, y expresiones de todo calibre, entre vaso y vaso.
En otras ocasiones, cuando se imponía el bailar por bailar y pasarlo en grande. Mozos y mozas buscaban a aquel o aquella con quien mejor se compenetraban y se lanzaban a la pista como locos.
¡Fujo: “Las islas Canarias”!
-¡No “España cañí”!
-Mejor “La campanera”
Y se arrancaba Fujo a toda pastilla para terminar cantando todos los danzantes: “Quien te ha pintado esas ojeras, color de lirio real…”
La pista era un torbellino. Cabalito, la Anita de tía Ramona, Juan Pedro Tejero, Ramón Gallardo, la Petra (que después casaría con Cabalito), la María Ángeles, la Candela de tía Visi, de Las Cortes; la Rita Cachila, Canete…. Todos los bailones del pueblo
Los “artistas” copaban la pista. El baile se animaba. Todas las miradas se concentraban en aquella. Y entonces Fujo se venía arriba. Y comenzaba un vals. Y lo iba acelerando. Y se ponía de pie en el tablao. Y el batería le daba a la caja china y al campanillo repicando y redoblando fuerte. Y giraban y giraban las parejas convirtiendo la pista en un torbellino de colores y revuelos de faldas. Y sin parar Fujo iniciaba un vals corrido. Lo que mis paisanos traducían como un vascorrío. Y allí era ella. Poco a poco cada pareja necesitaba más pista. Y se empujaban unos a otros para encontrar hueco a sus giros y piruetas, a sus cruzados. Y todos terminaban dándose golpes con los culos entre grandes risas y aspavientos. Es cuando, al decir de entonces, y creo que también de ahora, el vascorrío se convertía en un culeao.
En cuando anochecía el baile comenzaba a flojear. Los horarios eran estrictos tanto en los locales públicos como en los hogares, especialmente para las mujeres. Llegaba el momento de llevar a las mozas a casa. Unos mozos y otros se ofrecían a llevar a éstas o aquellas. Ellas salían en grupo. Sola no se marchaba ninguna; si eran dos siempre aparecía un acompañante y si no se le requería al pariente o al más conocido.
Si no había ronda los mozos comenzaban un recorrido por los muchos bares existentes entonces.
El próximo domingo el baile de tía Anita abriría de nuevo sus puertas y Fujo volvería a darlo todo y yo seguiría esperando mi momento para darle también al campanillo mientras Chítala se toma su zarzaparrilla.