De paseo en la helada mañana canguesa

Nueve de la mañana de ayer, miércoles. El termómetro marcaba dos grados bajo cero. Me asomé a la ventana, los cristales estaban fríos como carámbanos y la helada se adivinaba en los techos de los vehículos estacionados junto al Parque del Minero. En los protegidos por los edificios el efecto era menos.

Sin embargo habían subido las temperaturas con respecto a los días anteriores. Ello me había tenido encerrado en casa por las mañanas sin necesidad de que Illa me obligase a ello. Los paseos eran tan solo vespertinos.

El cielo estaba límpido y el sol se asomaba tímido por los altos de los montes vecinos. Decidí salir.

Me equipé adecuadamente y logré colar los auriculares de la radio por entre tanta capa de ropa de modo que llegasen desde el bolsillo del pantalón a los oídos saliendo de entre la braga de punto que llevaba al cuello. Botas y calcetines gruesos de lana completaban el atuendo.

Los niños ya habían entrado en los colegios. Muy poco movimiento en la calle. Los pocos que caminaban lo hacían con extrema prudencia. El tramo en que las de Uría y Pelayo se van acercando hasta confluir lo hice por la calzada. La acera, aunque habían echado sal, se veía resbaladiza y peligrosa y uno no está ya para aventuras de esquíes virtuales o acrobacias entre el aire y el suelo con final en el trauma. Más vale pues prevenir.

No había mucho tráfico pero si se dejaban ver ya los coches, casi todos en dirección sur, camino quizás del Hospital ya que era la hora de que las consultas, tanto del Centro de Salud como externas, se hallasen a tope. Una nueva tienda de frutas, ocupando toda una nave, ha venido a compensar la pérdida de movimiento habida en el barrio de Santa Catalina con el cierre de talleres. Otra consecuencia del paso del tiempo y la tecnificación e incorporación de la electrónica a los motores.

Camino adelante tan solo me encontré con Pipo Ñan y el infatigable Paniagua que venía ya de vuelta por el Pontón en compañía de una chica. Malévolamente pensé que quizás así notaría menos el frío.

Me dio la impresión de que hacía menos. No era así. Miguel se abrió camino entre mis ropajes y me dijo al oído que en Onda Cero, en la Plaza de Asturias, el termómetro marcaba dos grados bajo cero. Seguíamos pues igual. Era el andar el que había subido mi temperatura que no la del ambiente.

Llegué hasta el final del recinto de la Himera y giré. Seguía sin cruzarme con nadie. Frente al mercado, en un gran prado blanco de hielos, unas doce vacas pastaban ajenas a todo y se afanaban en apartar la helada para llegar a la hierba.

¿Notarán el frío las vacas?, me pregunté. Tendré que preguntárselo a Mario Vázquez que es veterinario.

De nuevo en Santa Catalina me paro a observar como se había extendido la helada desde el río hasta Llamas. Por más que busco no logró apreciar humo saliendo de chimenea alguna. Ni tan siquiera de la solitaria casa de Segundo Ron que se alza contralando el camino de ascenso al pueblo.

De guiarnos por el antiguo dicho, Llamas sería un pueblo abandonado ya que, según aquel, se sabe las casas que estaban habitadas en un pueblo por el humo que sale de sus chimeneas.

Como les vengo diciendo en estos casos, otros tiempos, otras gentes.

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R. Mera

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