Noviembre.- De la capital a la aldea entre hojas caidas
Lentamente desgrana noviembre su días monótonos y oscuros de orballos y nieblas. La vida parece tomar un ritmo cansino de ausencias y dejadeces. Se retira la luz apretada de tiempos y la noche aparece cuando apenas hemos posado las cucharillas de postres encima de la mesa.
Se contagia el ritmo cansino natural de la cosas al hombre y de los hombres a las cosas. El silencio de las aldeas multiplica el crujir del romper de las hojas caídas bajo las botas de agua de Lulo que camina refugiado bajo el viejo paraguas camino del prao. El ganado no entiende de cadencias temporales, el comer y beber son los ritmos que los guían y, aunque más cadencioso y lento que en verano, es el único que sigue marcando el reloj bilógico de sus vidas. Y permítanme el paralelismo: en muchos casos es también el único que rige el pasar de las horas de la envejecida población del suroccidente astur. Sentado junto la ventana, Luis mira sin mirar los jirones de niebla enredándose en la montaña. Algo le dice que las primeras nieves rondan ya las alturas del pico Caniechas. Y su mente camina por el monte entre la nieve en busca del ganado cuando la juventud marcaba su ligereza en el caminar y aplastaba nieves y cansancios
Un joven pasa toda velocidad montado en un patinete salpicándome de agua sucia. Vuelvo a la realidad. Voy caminando por la Ciudad Universitaria madrileña. Algunas hojas de árboles urbanos tapan la acera. Añoro la alfombra que conforman en el Paseo del Vino. Incuso las oigo crujir rompiéndose. Estas hojas urbanitas son más traidoras, te hacen resbalar y has de agudizar la precaución al posar uno y otro pie. La única ventaja es que la mayoría de sus árboles urbanos son de hoja perenne; la ausencia de los de caduca reduce en mucho la proliferación de aquellas y los contrastes otoñales de marrones y ocres
Pienso por un momento en aquellos paseos virtuales que hicimos, ustedes y yo durante el enclaustramiento y me traslado al tinetense Paseo de los Frailes. También ha llegado a él el otoño y está teñido de ocres y marrones. Seguro que así lo vieron también aquellos franciscanos de su convento que pleitearon con el gallego Fray Benito Feijoó por mor del pleito habido con el milagro de las flores de San Luis del Monte que, por cierto, pronto les contaré con pelos y señales.
Mientras subo van quedando atrás los edificios de la villa desdibujados entre la niebla mañanera que los acaricia suavemente destacando y difuminando sus colores cual si algún pintor invisible estuviese haciendo pruebas desde su paleta de pinturas con proliferación de grises.
Lentamente desgrana noviembre su días monótonos y oscuros de orballos y nieblas. Todo parece reducir su hacer y sentir al máximo. Hasta la savia de los árboles se adormece en los vasos vegetales y los animales preparan su invernada. Junto al Nisón, en la Pola, Antonio pasea reposadamente sus muchos años viendo navegar las hojas rio abajo. Ha tiempo que dejó atrás su otoño pero, como todos nosotros, aún sueña con nuevas primaveras.
Todo comienza a morir un poco tanto en la capital del reino como en las más alejadas aldeas.