Se han quedado vacías y silenciosas las calles
Ha cerrado agosto sus días con guiños otoñales para seguidamente retomar, ya en septiembre, su oficio veraniego de calores, aunque mitigados aquí por el oeste, en Extremadura, mientras que por Asturias anuncian señales de otoño no deseado de momento, al fin y al cabo aún nos queda verano.
Y me refiero al meteorológico por cuanto las calles de los pueblos de aquí y de allí han quedado ya silenciosas y vacías, ayunas de gritos infantiles y carreras de adolescentes. Han cerrado sus puertas las casas veraniegas de los hijos de los primeros emigrantes en el concejo cangués y la Plaza berzocaniega comienza a dormitar con sillas y mesas apiladas bajo los álamos.
Ha sido un verano extraño, llenos de giros impensables, de novedades, de ausencias de ritos festivos veraniegos y de piscinas cerradas. Y este hecho ha tenido sus consecuencias. Ello ha permitido que muchos niños descubran los pueblos de sus padres o abuelos. Muchas mañanas y tardes libres, otros años ocupadas en el chapoteo, les han permitido ahora recorrer las calles una y otra vez y descubrir rincones ocultos o casa semiderruidas con retazos de antaño colgados de las paredes.
Ha sido un constante ir y venir de niños calle arriba calle abajo, de gritos y carreras descontroladas, de calles bulliciosas hasta altas horas de la madrugada. Sin camisas en Berzocana o con cazadoras en Larna, los niños, una vez más y pese al virus, han sido los grandes protagonistas del verano. Y las calles más recónditas de cada pueblo y aldea se han visto otra vez llenas de vida.
De alguna forma, y muchas veces quizás inconscientemente, los niños han ido incorporando a su aun corta memoria de vida destellos, quizás retazos, de un mundo para ellos muy lejano, aunque en la realidad no vaya más allá de un puñado de años, de cómo era el mundo y la vida de sus abuelos en unas aldeas y pueblos entonces llenos ilusiones y quehaceres pero que hubieron de abandonar en busca de trabajo y un mejor futuro para sus hijos. Una aldeas y pueblos que ellos, los niños, consideran siguen igual por cuanto tan solo conocen de ellos los bullicios veraniegos y no las soledades y fríos de los largos días invernales en los que tan solo el sonido de la bocina del panadero o el pescadero vienen, de vez en cuando, a alterar el silencio del tiempo y los campos. Esos días en los que te puedes llegar a la aldea y no cruzarte tan siquiera con un perro o un gato. Una aldea, un pueblo, de casa cerradas y chimeneas apagadas.
Ha dicho adiós agosto y septiembre se dirige raudo hacia su mitad. Los niños olvidan a toda prisa sus aventuras veraniegas, y han cambiado sus palos de escaladas por montes y semiolvidados caminos por mochilas con libros y sus pantalones cortos y torsos desnudos por la reglamentación escolar y los protocolos contra el Covid.
Se han quedado los pueblos vacíos y mudos de gritos y carrereas. Berzocana y Larna, Extremadura y Asturias, se preparan para tomar sus rutinas otoñales camino del largo y silencioso invierno. Los niños, en sus casas de la ciudad, miran nostálgicos las fotos que almacenan en su móviles y comentan lo pasado en esas plataformas de comunicación que a mí han comenzado ya a quedarme lejanas en el diario quehacer.
-Abuelo, ¿pero es que tu no accedes a Tic-toc?