Parábola del acabar de los pueblos
Atardecía. Desde el monte, la niebla bajaba silenciosa envolviendo y ocultando bajo su manto árboles y prados.
Dejando caer sobre la pared del prado que daba al camino sus posaderas, Xuan tenía inclinado el resto del cuerpo sobre un rústico bastón de casi tantos años como él. Ni siquiera percibía el sonido del agua que abastecía el lavadero de la aldea, ya en sus afueras, y que ahora solo se utilizaba como abrevadero del ganado. Bueno, casi tampoco. La ganadería, boyante antaño, había quedado reducida a una serie de vacas que se podían contar con los dedos de las manos y quizás hasta sobrasen dedos.
-Buenas tardes Xuan, vamos yendo que baxan los chobos.
Un joven camina hacia la aldea decidido golpeando con un palo los artos del camino. Tan solo otros dos de su edad quedaban en el pueblo
Con la fortaleza con que el joven emitió el saludo Xuan salió de su aturdimiento, devolvió la gentileza con un movimiento de la mano y, de pronto, comenzó a percibir el ruido del agua y el ligero agitar de las hojas de los árboles con la brisilla vespertina. Algo pareció ir despertando en él. Se desperezaba su mente del letargo en el que estaba sumida. Mas, de pronto, percibió un fuerte silencio:
-Las chuecas, no se oía ni una sola chueca, ni tan siquiera un mugido, ni lejano ni cercano.
Y fue entonces consciente de que su aldea se acababa irremisiblemente. Y recordó muchos años atrás cuando el cura les comunicó que se iba, que cerraba el chiringo..
-Ya verás Pasquín, le decía a su compañero de fatigas y vecino, primero se marcha el cura y después se van yendo los demás.
La marcha del párroco dejó vacía la rectoral y determinó el fin de sus tertulias y partidas de noche. Y aunque aún quedaba el chigre, con el párroco se fue la misa del domingo que servía, fueses o no creyente, de reunión vecinal y centro especial de cotilleo cada mañana dominical. Incluso servía para, una vez a la semana, dejar la ropa de trabajo y vestirse ·de domingo”. Era un aliciente contra el abandono y la pereza que imbuía la aldea en su diario acontecer y monotonía vivencial.
A partir de ese momento, tan solo y de vez en cuando, acudía otro cura a decir misa algún domingo que otro o en condiciones especiales amén de entierros y cabos de año, actos religiosos éstos que concitaban el mayor número de asistentes. Los entierros parecían, y siguen pareciendo, más días de feria que momentos de duelo y tristeza.
-Pero bueno si a ti date igual que haya cura o no. Ibas a misa, decías, pero nunca entrabas en la iglesia. Entierros si, ho. Entierros y misas sabatinas no te perdías ni uno.
Sonrió Xuan acordándose de Pasquín y de la razón de su argumento.
Y volvió de nuevo a sus recuerdos que iban y venían a golpes, como rachas de vientos que, caprichosas, cambiaban su dirección sin control ni regularidad alguna.
Continuó la vida su lento discurrir y las casa de la aldea comenzaron a cerrarse. Gota a gota sus vecinos comenzaron a emigrar, a Madrid a la cosa de serenata y las porterías los primeros, y a las grandes fábricas los siguientes. Cada vez eran menos. Menos y mayores.
Un buen día Pasquín le comunicó que cerraba la escuela. No había niños suficientes. Y los que había preferían mandarlos con el transporte escolar a un nuevo colegio que tenía comedor. Otro palo para el pueblo, otro empujón para incitar al abandono. La mina iniciaba también su declive y las vacas no eran ya la solución para la gran mayoría de las familias. Las casas seguían cerrando.
No muchos años después le llegó la noticia, no por esperada menos dolorosa, de que Alegrías cerraba el chigre/tienda, el único de la aldea.
Ahora sí, se dijo. Ahora sí es el fin.
Y rumiando los momentos vividos emprendió lentamente el camino de vuelta. Tan solo un par de chimeneas lanzaban humo al cielo.
Es la historia de cientos de aldeas. Primero se va el cura, seguidamente se cierra la escuela, y con el cierre del chigre se cierra también la vida en las mismas. Tan solo queda un doloroso y lento morir de sus gentes entre las nieblas del ayer y el olvido del día a día.