Remembranzas berzocaniegas.- Recuerdos de sol, palmas y ramos
La memoria es selectiva, pero esta selectividad se vuelve caprichosa a medida que pasan los años. De alguna manera, los malos momentos se diluyen y se potencian los buenos. Quizás por ello, los que acuden a mi memoria en determinadas fechas lo hacen siempre envueltos en días luminosos y con el sol brillando entre canchos y dehesas.
Tal sucede con el Domingo de Ramos que hoy celebramos. Siempre aparece primaveral y lleno de luz, de ilusiones, de estrenos y de juegos y paseos a la Concepción
Pueri Hebraeorum, portantes ramos olivarum, obviaverunt Dominus, clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis. (Los niños de los judíos, llevando ramos de olivos, salieron al encuentro del Señor; gritaban y decían: ¡Alegría en el cielo!.)
El canto latino del Domingo de Ramos me llega envuelto en revuelos de ramos de olivo y el tono agudo de la voz de don José el cura al que ponía contrapunto mi padre, Juan Luis el sacristán. Ya os lo he dicho. No recuerdo Domingo de Ramos alguno con lluvia, que seguro que los había, todos me llegan plenos de sol y luminosidad.
El de Ramos, era de los denominados entonces domingo gordo. Aquellos que destacaban entre el resto de los domingos del año y que se plasmaba en la solemnidad de los ritos religiosos, ritos que concentraban toda la actividad del pueblo pues, en realidad, era el único programa de actividades en las celebraciones de aquellos tiempos y otros tantos que les siguieron.
Era también domingo de estrenos. No de películas, eso quedaba para las capitales. Era domingo de estreno para el pueblo en general y para los niños y jóvenes en particular. Tampoco hacía falta gran cosa, a veces un pañuelo o unos calcetines bastaban. En otros casos ya más rimbombantes ( como decía las mujeres para definirlo cuando el regalo subía un escalón o dos) era un jersey, una camisa o unas calzonas. El caso era estrenar algo y eso lo hacían niños y mayores.
Recuerdo que en una ocasión lo pasamos en grande en la pandilla. A una de ellas, no recuerdo muy bien quién en concreto, pero creo que fue Candela (la de tío Paco el Manco) le regalaron un velo (tela de encaje con la que las mujeres se cubría la cabeza para ir a la iglesia) que ella mostraba orgullosa porque era “muy bonito” mientras nosotros lo tomábamos a pitorreo porque “vaya un regalo más tonto”, hasta que logramos cabrearla a ella y al resto de amigas que defendían la bondad del regalo. Hoy nos acusarían de machistas redomados.
En la procesión de aquellos domingos, las filas marchaban rectas y disciplinadas: niños de las escuelas
escoltados por los maestros; las niñas con sus maestras, los niños con sus maestros. Detrás, las mujeres más jóvenes, las mayores, el cura y, detrás, en tropel, todos los hombres. Todo muy disciplinado, muy recto, como correspondía a la forma de pensar (obligatoria) o de ser de aquellos años, aunque la verdad es que los niños no nos enterábamos de ello, tan solo supimos lo que ocurría cuando nos lo explicaron años después ya creciditos. Y aun así no lo veíamos muy claro, nosotros lo pasábamos en grande y teníamos toda la libertad del mundo, mil veces más de la que ahora tienen los niños siempre vigilados, siempre sobre protegidos, siempre teledirigidos.
Abundaban los ramos de olivo aunque había algunas palmas. Eran verdes y redondeadas, nada que ver con las trabajadas de ahora. Me causaban envidia las que llevaban don José el cura; el cabo comandante de puesto de la Guardia Civil; el alcalde, don Bernardo, y mi padre en su calidad de sacristán. Eran largas, grandes y amarillentas y lucían muchísimo.
Tras recorrer el pueblo, cuando el cura iba a llegar a las puertas de la iglesia, un monaguillo cerraba éstas. Mi padre se metía dentro y el cura se quedaba fuera. No entendía (ni aún lo he averiguado) que significaba aquello. Don José entonaba una estrofa desde fuera y mi padre contestaba desde dentro. Como todo era en latín nos quedábamos a oscuras del diálogo.
En un momento determinado, el párroco daba con el tronco de la palmera en las puertas y estas se abrían. Entonces entraban todos en la iglesia.
Recuerdo que algunos años, al salir de misa, marchábamos mis primos Juan y Manolo Portales, y la Nena de nuestra tía Crisanta, a los cercaos de la Concepción, por aquel entonces todos sembrados. Clavábamos en el suelo, entre los campos de trigo, los ramos ya bendecidos para que “alejasen las tormentas y el granizo” y no se estropeasen las cosechas. Otra gran parte de ellos, al igual que las palmas, se colocaban en balcones y ventanas y allí permanecían “para ahuyentar los males” casi todo el año.
Hoy las cosas ya no son así, aunque los ramos siguen protagonizando el día especialmente entre los creyentes. Otros berzocaniegos llegan en estos fechas al pueblo en busca de un merecido descanso laboral. Que para todos ellos luzca hoy el sol como sigue luciendo en mis recuerdos de ramos y palmas.