Remembranzas canguesas.- Don Dositeo, Don Ernesto… y Peña
La misa trascurría monótona para la grey infantil. Don Dositeo oficiaba con solemnidad. En aquel entonces todo era solemne en la iglesia. Hasta el andar de monaguillos y fieles de un lado para otro estaba marcado por un no escrito protocolo que se seguía a rajatabla. El ojo de cada párroco lo controlaba todo. Y no digamos el de Don Dositeo. Hasta Don Ernesto, el coadjutor, parecía un monaguillo al lado de su imponente figura y arrolladora personalidad.
Se había celebrado la misa del Jueves Santo y procedía el tapado de altares e imágenes como marcaba la liturgia. En el altar mayor, don Ernesto se hallaba encaramado en una escalera que sujetaba el párroco. Colocadas las argollas del cortinón en el correspondiente extremo de la barra de hierro correspondía correr la escalera hacia el otro lado para completar la tarea.
Don Ernesto hizo ademán de bajarse
-¿Dónde vas?
El vozarrón de Don Dositeo retumbó en la iglesia silenciosa. Calló Don Ernesto. Sin encomendarse a santo alguno pese a su cercanía, Don Dositeo amarró con fuerza la escalera y con el coadjutor en lo alto de la misma, abrazado a los laterales, inició el traslado de la escalera hacia el lado opuesto al que se encontraba. Los monaguillos se echaban las manos a la cabeza:
-Cae…, se cae, se la pega…¡ Se da la hostia! Soltó otro por lo bajini.
Bamboleando en lo alto de la escalera, el cura llegó a su destino sano y salvo mientras Don Don Dositeo soltaba un resoplido que yo creo que asustó hasta al mismísimo San Miguel.
-¡Ya está! Sigue poniendo el cortinón y déjate de subir y bajar.
Respiraron los monaguillos entre risas disimuladas y entre todos acabaron la tarea de cubrir los altares.
Era un domingo de primavera y de nuevo oficiaba Don Dositeo. La misa, como la arriba señalada, transcurría de nuevo monótona y aburrida para la grey infantil deseosa de oír el Ite misa est para iniciar la catequesis y salir rápidamente disparados hacia La Vega y el Prao del Molín. Agrupados según edades y aulas, se movían inquietos, pellizcaban al de al lado o se empujaban sin disimulo alguno intentado desplazar al de al lado por el banco. Pellizco y empujones derivaban casi siempre hacia conatos de pelea que distraían al oficiante y le hacían fruncir el ceño. Amenazaba tormenta.
Por fin llegó la bendición final y el Ite misa est liberó las tensiones de los escolares. Don Dositeo tomó el cáliz cubierto por el paño del mismo color que la casulla con una mano y con la otra sujetó la carpeta de los corporales dirigiéndose raudo hacia la sacristía seguido por tres trotones monaguillos. La mirada que dirigió a los bancos escolares desprendía rayos y truenos.
Peña, que había estado bastante tranquilo durante la misa, advirtió a sus inquietos compañeros que no habían parado un momento
-Va cabreao, podéis prepararos.
Apenas un par de minutos después apareció de nuevo Don Dositeo, ya desprendido de casulla y alba, haciendo sonar la sotana con sus piernas que avanzaban raudas. Enmudeció la chiquillería. En sus manos portaba una vara de avellano que se abatió implacable sobre Peña. Desprevenido, se encogió sobre sí mismo en un movimiento defensivo que ya llegó demasiado tarde.
-¡Don Dositeo, que yo no he hecho nada!. ¡Que he estado atendiendo todo el rato!, mascullaba dolorido en su orgullo y en su cuerpo, tapándose la cabeza con los brazos. El nuevo varetazo cayó como un rayo sobre el chaval que vio de reojo la sonrisa de sus compañeros, los verdaderos culpables
Peña se levantó como un resorte. Las lágrimas desparecieron. Miró desafiante a Don Dositeo y se largó a carreras.
-Fue la última vez que fui a misa. Nos cuenta un montón de años después.
-Bueno, todo sea dicho; la verdad es que he ido a algún funeral de algún amigo. Pero poco más. ¡La p… que lo echó aún me duele el varetazo!.