BERZOCANA.- Hoy es un día de San Fulgencio muy especial
16 de enero. Hoy es San Fulgencio. Cuando abría la mañana, los rayos del sol luchaban tibiamente para romper el frío. Por el cordal de la dehesa, unos nubarrones se resistían a alejarse. Poco a poco, el sol fue cubriendo los campos e invadió, aunque sin fuerza, las calles del pueblo…
Entré en la cocina. El sillón vacío junto a la mesa camilla me recordó que hoy es un San Fulgencio distinto. La mesa, que durante muchos años había sido la prolongación del cuerpo de mi madre era ahora la de un sillón vacío en la realidad, pero ocupado aún por la memoria reciente.
Suenan las campanas apercibiendo a los fieles de que se acerca el momento de procesionar a los Santos. Baja mi hermano Miguel del piso de arriba. Y oigo otra vez aquella voz:
-¡Miguel!. ¿ Dónde vas con esa camisa?. Ya estás cambiándote ahora mismo.
Miguel, que está ya más cerca de los setenta que de los sesenta, hace un tibio gesto de protesta
-¡Pues usted me dirá que hago!
-Ven acá y atiende, ¡zarrapastroso, que eres un zarrapastroso!..¡Vamos que querer salir así el día de San Fulgencio!.. ¡Este muchacho!..Mira: Subes arriba y en el armario, en el cajón de abajo, a la izquierda, hay una camisa azul, en la parte de arriba hay una percha y un pantalón…
Y así dio una tras otra todas las órdenes oportunas de lo que Miguel debía hacer para salir a la calle en un día como hoy. Controlado todo hasta el último detalle. Y así lo venía haciendo con él desde hace setenta años. En los últimos, desde el sillón que vino a convertirse en una especie de trono desde el que controlaba a toda la familia, incluido mi hermano Fulgencio, fuera hace ya cerca de cuarenta años, y que aún recibía instrucciones telefónicas de lo que debía o no debía hacer, eso sí, siempre con humor y socarronería.
Marca el reloj las once. Suenan las campanas y estallan los cohetes.
Comienzan a pasar los primeros fieles camino de la iglesia. De nuevo el recuerdo de mi madre llena la cocina, y el salón. No me siento apenado. Quizás nostálgico. Camino de los 96, Inés había vivido largamente su vida. Y lo hizo al igual que todas aquellas mujeres que se forjaron en la posguerra en años de hambres y fríos. Mujeres duras de cuerpo y espíritu que fueron el sostén y ánima de las familias que llevaron a España del hambre a la prosperidad.
Y así actuaron desde su juventud hasta el final
-¡José!, ¡no seas vago!, ¡levántate!.. Tus hermanos ya se han ido y las bestias están preparadas. ¡José! ¡He dicho que te levantes!
Así se dirigía a su hermano, muerto hace ya tiempo, la noche antes de fallecer. El espíritu del trabajo aún seguía con férrea presencia en su mente.
Suenan de nuevo las campanas y estallan cercanos los cohetes. El pendón de los Santos aparece bajo el arco de salida de la iglesia…
-Pueees gozáiiis taaaantos faaavores deee la Maaajestad Diviiina…
Se oyen los cánticos de las mujeres acercándose. Me parece raro que la procesión comience en la Calle Santa Florentina. Había muy poca gente y así lo decidió el párroco. Pasan las imágenes y llega el Arca con las reliquias. Y entonces sí. En ese momento me pueden los recuerdos y las lágrimas acuden a los ojos. Pero no son de pena; creo que son lágrimas de dulzura y sentimiento. Mi madre fue siempre una mujer de una Fe profunda y en ella murió. Creo que eso es siempre una ventaja. El cortejo religioso es un retrato del pueblo. No veo jóvenes, ni niños. Ya se que hay escuela, pero los echo de menos. Las mujeres portan también a San Fulgencio, algo que tradicionalmente venían haciendo los hombres. Estos caminan todos en grupo tras el Arca. Son pocos, todos mayores, con achaques, de andar inclinado hacia adelante.
Torno a la cocina y vuelvo oír a mi madre dándome instrucciones para que el cocinado sea sabroso y “como Dios manda”. Miro hacia el sillón y no puedo evitar una sonrisa de complicidad. Siempre bromeé mucho con ella. Era una mujer de un humor envidiable que le duró prácticamente hasta el último suspiro. Ya sin fuerzas para hablar aún sonreía a los dicharachos y decires que yo le soltaba.
-¿Has visto que poca gente en la procesión?, le dije mentalmente
Y adivinaba su respuesta
-Es que vamos. ¿A quién se le ocurre poner San Fulgencio día de trabajo?.. Mira que tengo años y nunca vi nada igual. La gente está perdiendo la fe y todo, les da igual so que arre.
Vuelvo a sonreír. Acaba la procesión y se oyen los cánticos de don José Manuel. Echo en falta la música del órgano a la entrada del Arca tras una desangelada subasta con apenas una docena de vecino presentes. Hace ya veinte años que las manos de mi padre dejaron de acariciar las teclas del órgano que prácticamente permanece mudo desde entonces.
Acaba la misa. Mis paisanos charlan en grupo y, poco a poco, se van dispersando, la mayoría camino de la Plaza.
Disimuladamente cojo el mantel y me dispongo a extenderlo en la mesa. Jocosa y con retintín suena la voz de mi madre:
-¡Ay amigo!.. Esas prisas ya me las conozco yo. No hace falta que corras que la Plaza está en su sitio. Anda, ponme en la mesa los cubiertos y los platos que ya los iré yo colocando. Y vete corriendo no se vaya a acabar la cerveza.
Repito los movimientos cual si ella siguiera vigilante en el sillón. Más de pronto me doy cuenta de que estoy solo en la cocina. Y otra vez quieren salir las lágrimas. Un nuevo sucedido de bromas y risas borra pronto del recuerdo, el momento de congoja.
Maribel y yo bajamos a la Plaza. En el centro, los cofrades se afanan en preparar carne para una comida comunitaria. Apenas hay gente alrededor. Es inevitable la comparación con las colas que se forman en las fiestas veraniegas cuando las migas. Luce un sol espléndido. Cuento ocho mesas ocupadas en las terrazas.
Hay otras dos en el Rincón de María y otra donde Pedro. No hay ambiente festivo. Así y todo aguantamos hasta las tres y media.
-¡Vámonos que verás madre!; me parece oír en la mente la voz de mi hermano Miguel que se asoma a la puerta una y otra vez mirando el reloj. Yo sé que no le preocupa la hora de la comida, sino la siesta.
Ya no estará allí para regañarnos por nuestras tardanzas ni para calcular los vinos que mi hermano se habría bebido. Su cuerpo no ocupa el espacio del sillón, pero su espíritu y su humor permanecerán para siempre entre nosotros.
Y este verano, cuando hijos, nietos y biznietos, nos juntemos en casa, volveremos a bromear con ella y, el domingo de las Fiestas, mi sobrino Marcos acudirá una y otra vez a la nevera a “robarle” las cerveza entre risas y bromas de toda la familia reunida en la cocina tras la misa.
Hoy es San Fulgencio. Un San Fulgencio distinto de otros. Un San Fulgencio con un hueco importante. El único que ha salido ganando es el Santo. Seguro que allá arriba, donde mi madre estaba completamente segura de que iba a reunirse con él y con Santa Florentina, los tres estarán riéndose a mandíbula batiente, con sus historias, cuentos, anécdotas y sucedidos de sus 95 años viviendo en Berzocana. Y siempre junto a la iglesia. Primero en la puerta norte, luego en la sur, y siempre dentro, viviendo su fe en Dios y venerando la Reliquias de sus Santos.
Hoy es San Fulgencio. Un San Fulgencio distinto.