BERZOCANA.- Y acudimos a celebrar Santa Lucía en Solana
(Foto Maribel)
Otra vez tengo que comenzar la crónica de la misma forma: La mañana estaba espléndida de sol. Pero es que el tiempo está así en estas estribaciones de las Villuercas.
La mediodía anterior, en el bar de Pedro, surgió la idea
-Miguel, mañana es Santa Lucía. ¿Vamos a Solana? Preguntó aquel dirigiéndose a mi hermano.
– Iremos, contestó éste.
Claro, el 13 de diciembre, Santa Lucía fiesta importante en Solana de Cabañas. Hice unos cálculos. Así por arriba debía de andar por los cincuenta y cinco años que estuve en Santa Lucía. Debía yo de andar entrando en la adolescencia. Fue con mi padre, sacristán en Berzocana, le acompañé a cantar la misa acompañando al sacristán de Solana, Juan, y al entonces párroco don José Álvarez.
Iría yo también a Solana. Y aquí vuelvo a al comienzo: El día estaba espléndido de sol. A las once y media, Maribel, mi hermano y yo cogimos el coche. En apenas quince minutos aparcábamos junto a la iglesia a la que comenzaban a llegar los feligreses. Algo no había cambiado. Los solaniegos se presentaban totalmente endomingados luciendo sus mejores galas. No le andaban a la zaga un grupo de berzocaniegos que, como nosotros, acababan de llegar. Don José Manuel, el párroco, tras mostrar su extrañeza de verme por allí, nos llevó a ver la imagen de Santa Lucía. Una pequeña obra de arte napolitano tallada en alabastro de la que se mostraba especialmente orgulloso.
-Es de lo mejorcito que hay en toda la comarca.
A las doce en punto se iniciaba la procesión entre el repique de campanas. Unas ochenta personas acompañaban a la imagen. Y me di cuenta de que sí, de que algo había cambiado. Apenas dos mujeres jóvenes en la procesión. El resto todo personas mayores. El mismo sino que tantos y tantos pueblos de todas y cada una de las regiones de España. Otra vez, al igual que el día de la Inmaculada en Berzocana, don José Manuel hizo gala de su voz y su resistencia. Comenzó a cantar al arrancar la procesión y no lo dejó hasta que acabó la misa. Como si acabara de salir del seminario.
La procesión recorrió en ida y vuelta la calle que vertebra la villa y alrededor de cuyo eje se alinean las edificaciones. Lateralmente surgen aquí y allá pequeña calles sin apenas recorrido.
He de reconocer que no entré a la celebración de la misa. Paseé la solitaria calle dejándome llevar por los recuerdos de antaño. Muy cerca de la iglesia, a la izquierda, en dirección a la plaza, aún se mantiene en pie un trozo de pared de los antiguos corrales de la Rosa Hidalgo. Allí “aparcábamos” burros y caballos cuando íbamos a San Cosme desde Berzocana. Ahora está casi todo construido. Enfrente aún se mantiene, cerrado a cal y canto, el local que servía de sala de baile. Allí nos asomábamos, mozuelos entonces, para curiosear el danzar de las parejas. Pizarrín, el músico, saxo en ristre, bajaba las empinada y no muy sólida escaleras del altísimo andamio que hacía las veces de escenario sin dejar de tocar; seguía tocando entre los danzantes entre aplausos de unos y otros, y de nuevo subía las escalares sin perder sonido ni compás. Todo un espectáculo.
Salían ya los feligreses entre saludos, parabienes y abrazos. El sol seguía luciendo y sobraban abrigos y chaquetones.
Pinchos y vino para todos en la plaza. En el soportal de la que fue casa del cura cuando Solana contaba con párroco estable, se improvisó un mostrador que atendían diligentes y animados unos vecinos. Chuletas, carne, salchichas, —— todo ello a la brasa. Los colocaban sobre una buena rodaja de pan tierno y se ofrecía a los asistentes. Daba igual fueses nativo o forastero. Tú mismo te servías el vino llenando el vaso al gusto. El buen humor no tardó en hacer acto de presencia mientras los comensales improvisaban mesa en el pretil de la fuente central de la plaza.
La cosa se animó con unas rifas realizadas a la vieja usanza. Tira de diez números: un euro. Una botella de vino labrada y llena, con una navaja y un chorizo conformaban el primer premio. Una bandeja de rabos de calabaza, el segundo. Y venga llenar los vasos. Alguien repartía un brazo de gitano debidamente troceado. Y seguía corriendo el vino. Bueno, don José Manuel, aceptó los pinchos, pero no probó el vino. Tenía que conducir, argumentaba.
Compartí tertulia con un hijo de Juan, el sacristán que he mencionado al principio. De nuevo recuerdos y anécdotas. El sino de los que peinamos canas abundantes.
Se acercaba el reloj a la una y media cuando emprendimos el camino de regreso. Cincuenta y cinco años después había regresado de nuevo a la fiesta de Santa Lucía, en Solana de Cabañas. Los vecinos seguiría la fiesta por la tarde.