BERZOCANA.- Paseo mañanero
Son las siete y media de la mañana. Me ha despertado una brisa fresca entrando por la ventana. En la calle, las farolas aún no se han apagado y la claridad se abre paso de la sierra a los encinares mostrando un cielo límpido.
Es curioso que tanto en los atardeceres como amaneceres esa brisa haga acto de presencia invariablemente. Si te acodas en el balcón y cierras los ojos, bien podía parecerte que te hallas cerca del mar. Y mar, al fin y al cabo, fue hace millones de años esta zona, en la que nací, al decir de los expertos en estas materias que han definido y configurado el Geoparque de las Villuercas.
Desde la Cruz de Piedra bajo en pendiente hasta la Plaza Vieja aún en silencio. Por un momento la vuelvo a imaginar cómo era hace sesenta años, llena de bullicio y vida, empedrada y rodeada de casas de piedra y tejados bajos y rojizos. Lo que era antes el camino de la Concepción, entrada al pueblo y parte del Camino a Guadalupe desde Trujillo, Garciaz y toda aquella amplia comarca, es ahora amplia pista asfaltada bordeada a tramos por chumberas, olivos, periquitos, algún que otro árbol, e incluso una viña, testigo último de esa parte del municipio que era y es conocida como Cerro de la Viñas. Una serie de nuevas viviendas construida hace unos pocos años se han incorporado en ella al núcleo urbano. A su altura nos cruzamos con un pequeño grupo de mujeres que vienen “de ver a la Virgen y dar un paso antes de que empiece el bochorno”.
Más adelante, otra mujer descansa jadeante sentada en uno de los bancos. A su lado un perro busca la sombra para tumbarse
-No puedo más Pepe, la fatiga puede conmigo, creo que hoy no paso de aquí.
Le dirijo unas palabras de aliento y sigo mi camino.
La ermita de la Concepción, testigo del devenir histórico dela Real Villa, parece desperezarse entre luces y sombras mañaneras. Suenan esquilas y balidos y un perro ladra enfadado. No corre el agua en la Trasoná y me inclino sobre el estrecho brocal recordando mis miedos infantiles. En casa nos tenían puesta pena de vida para que no nos acercásemos. Nos repetían una y otra vez que allí se había ahogado un hombre porque se cayó y no pudo salir dada la hondura del pozo y lo vertical y resbaladizo de sus paredes. Ese mismo miedo nos inculcaban para que no fuésemos a bañarnos al Puente Mojeas (Mohedas) en cuyo charco se había ahogado un tal Pinito que terminó dando nombre al charco.
A la altura de la era de La Mocara el sol comienza ya a picar y tan solo quedan en sombra los canchos de la Sierra. Suena el Ángelus en la torre de la iglesia. Por un momento dudo. Al final decido seguir adelante y bajo la polvorienta pendiente que me lleva a la carretera de Garciaz. Me cruzo con un desconocido que, bastón en mano, pasa ligero.
-Buenos días
-Buenos días
Cada vez son más las personas que no conozco, especialmente jóvenes. La edad y largas ausencias geográficas crean olvidos en las relaciones lugareñas o no propician encuentros por el aquel de la incompatibilidad de horarios. De mi generación son ya muchos los que se han quedado en el camino y apenas un puñado los que quedan de las predecesoras. Es la ley inexorable de la vida.
Pesa la cuesta más en los años que en la voluntad. Echo de menos los pinos de Demetrio y me sorprende una larga hilera de botellas de plástico colgadas de los viejos y retorcidos palos que conforman el cierre de una finca. No atino a determinar su función.
Subo resoplando por la calle Gradillas y conformo el circuito del paseo mañanero bebiendo el primer vaso de agua fresca del día. Pasan los largos y placenteros días de agosto y el calor, fiel a su cita anual, aprieta.