Navalmoral y tú:Tan solo es un hasta luego, amigo Pepe
El sol abría luminosa la mañana del día 3 de mayo. Estaba escribiendo mi crónica del día. El timbre del móvil sonó un tanto opaco, mortecino. Lo cogí desganado.
-¿Mera?. Soy la hija de Pepe Criado, mi padre ha muerto.
Durante unos segundos quedé en blanco. Un tropel de fogonazos del ayer cruzó veloz y desordenado por mi mente sin que yo adquiriese plena conciencia de ello. No podía ser. Sus alegrías contagiosas, su vitalidad, su propia esencia no admitirían la muerte así por las buenas.
-Fue esta mañana, llevaba ya unos días bastante pachucho.
La cruda realidad se abría paso en mí. Criado se había ido, así sin más, sin tan siquiera hablarlo con nosotros, con un pronto, como él solía hacer las cosas. A ambos se nos quiebra la voz. Apenas acierto a despedirme y mandar un beso a su mujer, Mari, amiga entrañable de aquellos años juveniles y siempre junto a Pepe.
La triste noticia me deja tocado. Voy de aquí para allá con la mente en blanco. No puedo seguir escribiendo. Tampoco puedo leer. Y entonces, como saliendo del túnel del tiempo van apareciendo imágenes en blanco y negro. No sé por qué extraña relación la primera imagen es la del padre de Pepe, ya entonces un jubilado, ferroviario, viudo, y que cariñosamente nos recriminaba a ambos:
-Portaros bien. Divertirse todo lo que se pueda, pero siempre portándose bien.
Veo su cara y su postura nítidamente con el barrio que llamaban Vietnam al fondo. Y la estación y las vías del tren. Y el paso en las madrugadas tuneras del expreso de Lisboa
Pepe se ha llevado un poco de nuestras vidas y un mucho de nuestra primera juventud. Trabajaba en una imprenta, creo que se llamaba Mohedano, no muy lejos de la iglesia de San Andrés. Yo estudiaba bachiller y hacía mis pinitos laborales en SACA, cerca del Parque, en la carretera. Más de una vez quedamos en la puerta de la imprenta, al atardecer, para iniciar largos paseos carrera arriba, más allá de Las Angustias, cuando aún Navalmoral no se había estirado por la zona. O hacia la Piedra Caballera, carrera de Valdehúncar arriba. Siempre alegres, siempre con buen humor, y siempre con ganas de fiestas.
Pero lo que más nos unió fue la creación de la tuna. Lo vivimos intensamente, pletóricamente, entregándonos a la causa con el cuerpo, el alma y el entusiasmo de aquella primera juventud. Y con nosotros Rafa Amigo, Juan Carlos Rebate, Manolo Tolobas… y otros cuyos nombre y caras se diluyen entre la bruma de los años idos.
Pero aún quedan otros en el recuerdo: Santiago, Llorente, Murillo, Millanes, Herrero, (de quien conservo una foto en blanco y negro muy de invierno y enarbolando un botijo), Angelines, Marisol, Sole ((que se nos fue muy pronto), Mari Rubio (el amor de siempre de Pepe y a la que le costó conquistar) o Toyi, cuyo nombre aún recuerdo de carretilla: María de la Victoria Sánchez Pérez de Colosía.
Nos costó mucho adquirir los trajes. Al final Luis Duque, sastre de profesión, nos sacó del atolladero financiando parte de la indumentaria. De las cintas se encargaron las chavalas de la pandilla y otras moralas. Todavía debe de quedar alguna de aquellas en mi casa, allá en Berzocana
Pepe era un artista con la pandereta, no la olvidó nunca. No hace muchos años mi hija Belén de paso por Navalmoral se acercó a saludarle. Y allí le encontró totalmente entregado a los carnavales pandereta en mano.
En aquel entonces los bares tenían un horario estricto que a los tunos nos quedaba muy corto. Tras tunear aquí y allá y visitar templos y capillas (un vino con Sheltz, por favor), terminábamos en el de la estación que prácticamente no cerraba. Más de una mañana de domingo, con las cintas ajadas y el uniforme en negativo contraste con la luz del sol, en la retirada, nos encontrábamos con mujeres endomingadas que acudía a misa a las Angustias misal y rosario en mano y la cabeza cubierta por el velo
-¡Vaya horas!
Saludábamos con una sonrisa, empequeñeciéndonos, como si quisiéramos pasar desapercibidos. Eran otros tiempos.
Nos apuntábamos a todas. Aún recuerdo una Nochebuena que pasé en Naval moral. Debió de ser la única. Armados con nuestros instrumentos y bajo un frío de mil demonios nos lanzamos a la calle tras posar para el fotógrafo en la puerta de San Andrés. Éramos un grupo muy numeroso. No tardó Pepe en capitanear a la rebelde tropa. Tras un primer calentamiento entre San Andrés y Las Angustias, nos dirigimos al Cerro visitando todo lo visitable. En un momento dado, Pepe enarboló su pandereta y agitándola con brío y garbo gritó:
-¡Al Perchel!
Y allí nos dirigimos en pagana procesión dispuestos a visitar todas y cada una de sus tabernas. Un municipal, entusiasmado, se unió al grupo, pero discretamente, no fuese a ser el demonio.
Bebíamos vino corriente con sifón. Solo con nombrarlo aún me viene su peculiar sabor a la boca. El presupuesto no daba para mucho más y la copa de coñac o de anís se dejaba para el amanecer allá en la estación. Las percheleras sabían muchos villancicos y a ellas nos unimos con entusiasmo.
Moralita,
moralita, gentil moralita,
tanto orgullo no debes tener,
porque al fin eres una de tantas
y torres más altas se han visto caer.
Y seguíamos:
Pandereta, pandereta,
yo te tengo que romper,
que a la puerta de mi novia
no quisiste tocar bien.
Cantábamos y tocábamos sin parar. El frío, pronto fue algo teórico, una palabra que invariablemente soltaba cada uno que entraba en la taberna. Aún veo a Pepe con una gran gabardina casi hasta los pies que entonces eran moda. Siempre alegre, siempre haciendo sonar su pandereta, yendo de una lugar a otro, animando aquí y allá.. Siempre fue el alma de todos nosotros.
-Mera, ¡dale a Sabastopol!
-¿Por qué carajos te has ido amigo? Aún nos quedaba mucho por vivir y más aún por recordar. Habíamos entrado ya en esa época en que los años de juventud vuelven al primer plano y los buenos momentos acuden en tropel borrando por completo los malos.
¿Sabes?. Fui a Navalmoral a despedirte. A las Angustias. Pero todo había cambiado. No era en la ermita, allí donde ejercía su autoridad don Emiliano, sino en una iglesia nueva que no conocía. Qué curioso, en el camino de la estación de ferrocarril que tantas veces recorrimos por múltiples causas. Y hube de dar muchas vueltas para llegar a ella. Todo había cambiado. Nuestro Navalmoral solo estaba ya en mi mente.
Y allí estabas, en una caja junto al altar. Como dijo el oficiante, esta vez si te habías puesto en primera fila algo que no hiciste nunca pese a su insistencia.
-Siempre se colocaba atrás, junto a la columna, nos contó. Y un día le dije: Pepe, ¿por qué no te vienes a los primeros bancos?. Y él me contestó
-Algún día me llevarán, no lo dude.
Si llego a tener allí una pandereta la hubiese colocado encima de la caja. Sé que te hubiese gustado. Y también a Mari, y a tu hija. Hubiese sido como esas medallas que conceden a los que ostentan algún acto meritorio. Y tú nos habías hecho muchos, especialmente el haber sido el cordón umbilical que durante muchos años, incluso sin vernos, supo mantener viva la llama de una amistad juvenil que ahora ha reverdecido con fuerza.
Desde mi banco, muy cerca de ti, intentaba ver alguna cara conocida. No lo conseguí. Cincuenta años cambian mucho, muchísimo. Y estoy seguro de que allí estaban también muchos de los aquí recodados. Ni siquiera pude dar un abrazo a nadie. Yo no los reconocí y ellos a mí tampoco y hube de seguir viaje: me esperaban mis nietos.
De no haber estado en la caja seguro que nos hubieses reunido a todos en un momento. Aunque, ¿qué quieres que te diga?. Para mi estarás siempre en Navalmoral con tu eterna pandereta y tu eterna sonrisa y siempre a la vera de Mari. Hasta siempre amigo