BERZOCANA.- Remembranzas.- Hoy es San Cosme
He despertado hoy en una pequeña aldea del suroccidente asturiano entre nieblas veraniegas que tapaban un montañoso paisaje que comienza a abrirse al otoño.
La habitación estaba más que fresca y ello me llevó a encender la radio de la mesilla y a arrebujarme de nuevo entre las sábanas. Tiré un poco de la manta hacia arriba y cerré de nuevo los ojos.
La voz del locutor de turno me llegó nítida:
-Hoy celebramos la festividad de los santos Cosme y Damián.
-¡San Cosme!. Hoy es San Cosme
No se por qué extraño mecanismo me desperté por completo. Un tropel de imágenes inconexas comenzaron a atropellarse en mi mente retrocediendo embarulladas en el tiempo.
Decidí levantarme. Me asomé a la ventana. No se veía mucho más allá del prado más cercano cuyos perales y manzanos aún conservaban frutos en sus ramas.
Tomé un café rápido y salí al camino a dar mi paseo matutino.
La niebla se mostraba límpida y traslúcida. Comenzaba a clarearse y dejaba adivinar el sol allá en lo alto tras los bosques y montañas. Acariciaba suave la cara y dejaba pequeñas gotas pegadas a las cejas y pestañas.
El silencio era total, ni siquiera se escuchaban las chuecas (cencerros) de las vacas. Y es que ya casi tampoco quedan vacas en las aldeas.
-Hoy celebramos la festividad de los santos Cosme y Damián.
Camino del regato de la Cueta, se abrió en mi mente un día luminoso pleno de sol. Era San Cosme y en la calle de las Carretas, en Berzocana, mujeres y hombres se asomaban a las puertas y charlaban y bromeaban. Algunas fingían barrer atareadas el trozo de calle cercano a sus viviendas, como es tradición, pero en realidad justificaban su presencia en la calle. Lo que en verdad quería era ver el paso de los berzocaniegos que iniciaban su camino hacia Solana, lugar donde se celebraba la citada festividad.
El ambiente era festivo como si la tal celebración fuese también en Berzocana.
En mis recuerdos pasaron un grupo de mozos y mozas saludando y riendo. Uno de los mozos colgaba de su hombro unas alforjas de fiesta llenas de colorido. Otros dejaban colgar una bota de vino. Al rato pasaron tres a caballo, trotando y saludando a unos y otros.
Pero aquel año (hace tanto que no recuerdo ni siquiera cual sería) yo también iba a San Cosme. No se como se las había apañado mi madre para conseguir un burro, pero el caso es que allí estábamos un nutrido grupo de chavales y chavalas, que quizá ninguno pasase de los dieciiséis años dispuesto a iniciar la aventura de ir a San Cosme con todo lo que ello significaba en aquella época.
Las caras se entremezclan y no se definen. No sabría relatar con exactitud quienes íbamos. Creo que por allí andaban Pablo Chicha, Luis Guarrino,
La Carmen Grilla, Manolo Mecalientas, la Maruja Chocera, Juan Chítala, mi primo Juan Cotrineja ,la Madaglena Orejinas… De repente apareció nítida la imagen de Juan Sopinas jinete en un bonito caballo con montura y todo. Me acuerdo que llevaba el mando del grupo ya que era el mayor.
(Nota: Habrá notado el lector la profusión de apodos, algo entonces muy normal para conocernos. Diga aquí el escribano que el era Pepe Lutrera y así me siguen llamando los de mi generación).
Concentrados todos llegó la tarea de subir a las caballerías y para ello nada mejor que los altos poyos situados junto a la casa de tío Tostao que daban entrada a la calleja donde vivía tío Joaquín Peña y tío Augusto. Algunos no los necesitaban y se encaramaban encima del burro con suma facilidad. Yo hube de recurrir al poyo. A la grupa llevaba a una sobrina de la Rosa Hidalgo de la cual no recuerdo ni nombre ni cara. Sé que era forastera y que debía de ser muy importante pues tanto mi madre como las vecinas no paraban de recordarnos que la cuidáramos muy bien.
Todo listo, Juan se puso al frente de la expedición y enfilamos el camino por la fuente de las Carretas arriba para seguidamente bajar hasta el arroyo de la Serranita y de nuevo la subida hasta la cuerda del monte que nos llevaría hasta el puerto donde se halla la vieja ermita de San Isidro. Desde allí una nueva subida y después iniciar la bajada hasta desembocar directamente en la calle principal de Solana. Bueno,“la única”, como solíamos recordar con un tanto de guasa a los solaniegos para chincharlos.
Me recuerda mi amigo Miguel Esquelina que mientras los mayores marchaban a San Cosmen, los niños se arremolinaban en la plaza esperando el camión, que los guasones de turno habían prometido que llevaría a todos los muchachos a San Cosme. Ningún año llegó el camión, pero nosotros siempre lo esperábamos. Al final, dice Miguel, cada uno se las arreglaba como podía, si es que podía, para ir a Solana.
Llegados a Solana, justo cuando las campanas llamaban a misa y procesión, nos dirigíamos raudos a los corrales de la Rosa Hidalgo, entre la rectoral y la iglesia, siempre dispuestos a acoger las caballerías de cuantos llegaban a la festividad.
Nuestro día en Solana no iba más allá de caminar calle arriba, calle abajo, comprara un helado y una granada con la que volvíamos orgullosos al pueblo.
Para no hacerme pesado, les prometo que pronto les contaré como se pasaba un día en San Cosme y como había que cumplir la abstinencia en tal fecha, algo que mis amigos asturianos comprenderán muy mal: ¿la fiestas del pueblo y sin poder comer carne?. Eso es imposible, dirían.
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