EL DEBATE. No se quién ganó, pero si estoy firmemente convencido de quién perdió: NOSOTROS
-¿Qué, quién ha ganado?
Miré por encima del periódico. Un grupo de habituales entraba en el bar justo cuando las manecillas del reloj de pared marcaban las dos de la tarde. Pensé que hablaban de fútbol, pero pronto pude darme cuenta de que no, que hablaban del debate sobre el estado de la nación que se había celebrado el día antes. Lo que sí era palmario era que lo juzgaban como si de un partido se hubiese tratado. Su única preocupación era dilucidar si había ganado Sánchez o Rajoy
-Ganó Rajoy por goleada, con mucha solvencia
-¡Anda ya!. Solo decía mentiras. El Sánchez, ese sí que dijo las verdades. Se las coló todas por la escuadra, estaba imparable.
Y así siguieron con paralelismos futboleros sin aportar mas razones a sus posturas que las de su propia convicción. Un tercero quiso zanjar el dislate argumentativo: – El de “salud y república”, ese es el que ganó, aunque le faltó decir qué república, pero bueno. Lo que considero más grave no es que a la ciudadanía solo le preocupase del debate si ganó el uno o el otro, sino que esto estuviese en la prensa y en gran parte de las tertulias televisivas. Y lo más grave aún es que ni a unos ni otros, ni siquiera a los que intervinieron en el debate les preocupase esa NACIÓN cuyo estado debían analizar y proponer soluciones y alternativas. La situación de España parecía no preocupar a nadie.
Incluso los medios dedicaban gran parte de sus páginas a analizar el significado y profundidad del “patético” de Rajoy; la intención que se escondía en la pronunciación, en el tono, en la intensidad, en el movimiento de hombro que hizo en ese momento. Todos los problemas de los españoles estaban encerrados, al parecer, en ese “patético” e Rajoy o en el “mentiroso” de Sánchez.
En el Parlamento cada uno iba a lo suyo. Era el inicio de la campaña electoral y el seguir con el “más eres tú”. La importancia que unos y otros daban a lo que allí sucedía quedó plasmada en la foto de la vicepresidenta el Congreso jugando con su tableta mientras hablaba el presidente.
Lo que allí había era un rifirrafe electoral, un mercadeo e votos, que cada interviniente dedicaba a sus parroquianos, a los de su cuerda. No le importaba nada el resto de españoles.
No se abordó la problemática de la Educación, sumida en un profunda crisis de valores y de resultados; ni de la Universidad, endogámica y encerrada en sus trincheras, sin relevancia académica alguna, cuna de intransigentes y totalitarios de uno y otro signo. Ni una palabra sobre el grave problema de convivencia entre regiones y entre españoles;
se obvió con la mayor naturalidad lo que se supone uno de los mayores problemas nacionales. Ni del papel de España en el mundo; ni sobre la Justicia, politizada hasta la náusea, envuelta en desconfianzas y sin credibilidad alguna entre la ciudadanía. Ni sobre la Cultura que hemos llegado a afirmar que se encierra en el mundo de los actores y su saraos, en los que se auto premian unos a otros y se autoensalzan a través de una televisión pública, preñada de deudas. Ni de la ameniza del yihadismo para el que se sigue pidiendo “prudencia”, “diálogo y cautela” desde muchos sectores; esos que se la cogen con papel de fumar y opinan y sentencia en virtud del qué, del quién o de sus propias convicciones políticas. Ni tan siquiera de llegar a un pacto que busque la salida al gran problema del paro. ¡Para qué!. Los verdaderos problemas no interesaban allí a nadie.
Les diría a los contertulios del inicio que allí no ganó nadie, pero que sí hubo un gran perdedor, NOSOSTROS, todos los españoles.