Mi libertad es también la libertad de los demás, incluso aunque sus ideas me repugnen. Tienen derecho a expresarlas sin más cortapisas que la Ley

Foto: elmundo.es
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Al hilo de los acontecimientos actuales franceses que han repercutido en el mundo entero, permítaseme una pequeña reflexión.

Siempre he tenido una especial predilección por el lenguaje y su precisa utilización como elemento esencial en la comunicación. Por la elección de la palabra clara y los más precisa posible de tal forma que pueda transmitir al oyente la realidad de mi pensamiento y, desde la misma forma, se produzca el entendimiento en el sentido contrario.

Esta idea, general en los hablantes, sufrió un duro varapalo cuando, en el desarrollo del buenismo del gobierno Zapatero se optó por lo que algunos han definido como “el falso mito de la corrección política”.

Esta doctrina surgida entre los estamentos políticos se extendió como una gran mancha de aceite, primero entre el mundo de la comunicación y seguidamente entre la población. ¡Cuidado!. Cualquier palabra o definición podía herir esta o aquella sensibilidad. Y es aquí precisamente donde comenzamos a perder libertad. Nos da miedo definir esto o aquello, utilizar aquella o la otra palabra para plasmar un hecho o situación. Queremos ser libres pero nos ata el miedo a ejercer libre y responsablemente esa libertad. No queremos problemas y vamos renunciando a un espacio tras otro atenazados por la responsabilidad de utilizar esa misma libertad que decimos defender. Y ello nos da miedo. Y preferimos acomodarnos y seguir la corriente del momento, la del eslogan y los catorce  caracteres. Perdemos nuestra propia personalidad y forma de pensar para diluirnos en el pensamiento común de lo amorfo y eso tan hueco que se define como “tendencia”. Nos agarramos a lo políticamente correcto y así lo expresamos aún en contra de lo que verdaderamente pensamos. Hemos ido perdiendo nuestra libertad.

La escritura de ejemplos concretos haría lento y tedioso este artículo, pero sé que el lector está provisto de muchos de ellos. Desde el de disminuidos físicos de la extremidades inferiores o superiores por cojos o mancos o el de rebuscado “segmento de ocio”  por recreo, o el chusco lenguaje antisexistas que nos ha llevado incluso a dotar de sexo a las palabras que tan solo tienen género.

Vivimos (¿o he de decir ya vivíamos?) en una sociedad surgida de la razón que trajo la revolución francesa frente a lo emocional y vivencial y a ello se han ido ajustando todas las doctrina y religiones occidentales a los principios de libertad, derechos humanos y convivencia pacífica. Cualquiera puede expresar su opinión, sea de forma escrita, oral o con cuadros y dibujos, sin más que respetar la Ley y los derechos de los demás. Y así se ha criticado, e incluso ridiculizado duramente, a muchos granes hombres de toda condición y conocimiento, de Jesucristo hasta el Papa o de Buda a Confucio.

Charlie Hebdo lo hizo abundantemente con el Dios cristiano, el cardenal Tarancón y el Papa sin que ningún comando católico entrase en la redacción metralleta en mano. Los yihadistas si lo han hecho y esa es la diferencia. La presión sobre los medios de los citados había surtido ya efectos en diversos medios, especialmente es España, donde determinadas publicaciones han venido mofándose repetidamente del hecho católico, sus representantes y militantes, sin atreverse ni tan siquiera a insinuar algo parecido con respecto al Islam. Esta ha sido la  gran renuncia a la libertad de expresión tras la del Lenguaje.

La libertad ha de significar el para qué, el para dónde vamos  ya que no puede haber una libertad para azuzar odios, para ofender, para jalear los bajos instintos, para ultrajar o incitar al crimen y la violencia. La libertad de cada uno acaba justo allí donde marca la Ley o comienza la de los demás.

 

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R. Mera

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