Remembranzas berzocaniegas: EL ACARREO
La tarde comenzaba a declinar, Allá, tras los montes de la Desa, (dehesa) el disco rojo del sol bañaba en sangre las encinas. Sobre el cielo de la Plaza bandadas de golondrinas y vencejos hendían el aire en piruetas de circo y gritos de payasos. La mecedora de don Fulgencio Hidalgo (mayor) se había parado en su monótono balanceo. El lápiz se había deslizado de la mano inmóvil y había quedado dormido sobre el crucigrama del ABC.
Sentados en los escalones de granito de su puerta, Juan Hidalgo, Rafa Díez, Antonio Huete, Felipe Rodríguez y yo esperábamos Dios sabe que momento. Acabábamos de llegar de las escaleras de la Audiencia donde habíamos celebrado una vuelta ciclista en la que un Charles Gaul de papel había pulverizado todos los récords. Indolentemente tumbados, en agosteña galbana, esperábamos.
Una jaca parda y prestosa desembocó en la Plaza. Sobre silla de cruceta, la cabeza erguida y a la jineta montada su amazona, la hizo marcar el paso con brío. Rosa Hidalgo volvía de sus propiedades tras supervisar las últimas tareas de trilla y venteo. Sobre las paredes del bar de Demetrio, el sol ponía sus últimos tintes azafranados.
La época de la siega había terminado y los trillos efectuaban sus últimos giros sobre el gran pan de la parva. La recolección tocaba a su fin. Quizás lo que nosotros esperábamos sin saberlo era el paso de las primeras reatas con el acarreo. Dentro de poco la Plaza sería un hervidero de burros, mulos, caballos y hombres en un incesante ir y venir de hormigas hacendosas.
La salida de la carretera de Cañamero dio la señal. Detrás de dos caballos y una mula cargados de bamboleantes haldas de paja, Julio Pardilla, semidescamisado y polvoriento, gritó al caballo de cabeza
-¡Soooo caballo!
La corta reata se paró cansina. Julio dio unas voces y Manolo Mariscal salió del corralón de la casa de su madre.
Desde nuestra distancia no podíamos oír lo que hablaban. Algún trato. Pardilla, cargando su peso sobre una larga vara se inclinaba hacia delante y se rascaba la cabeza echando la bilba adelante y atrás en sincronizado e inconsciente vaivén. Al lado de Manolo parecía aún más pequeño. ¡A saber qué intríngulis comercial se traerían entre manos.
-¡Buenas tardes!
Alto y estirado, dando aire al manteo, don Delfín, el cura, pasó ligero junto a nosotros. Instintivamente nos encogimos. Aquel cura soltaba unos coscorrones de órdago. Serio y autoritario nos tenía a todos, muchachos, jóvenes y mayores, en un puño. Cuando le vimos desaparecer tras la esquina del ayuntamiento, enfilando la calle del Arco camino de la iglesia, respiramos.
-¡Vamos a la Pedrilla!, gritó Rafa poniéndose rápidamente en pié.
Le seguimos y nos encaramamos a horcajadas sobre el muro.
Atravesando la plaza, con paso cansino y moscas en las orejas, cuatro burros en cordel venían en nuestra dirección. Detrás de ellos, bajo un sombrero de fieltro que fue negro antes de que lo blanqueasen los polvos de la era, tío Ufo caminaba al paso de los pollinos. Sobre estos el trigo-pan de mañana. De entre sus labios colgaba un enorme porro de los de entonces: tabaco picado comprado por cuarterones y liado con papel del Bambú.
-¡Los carros!, grité.
Salimos disparados como cohetes trastabillando unos con otros y llenos de euforia.
Fujino, guiada al hombro, había asomado tras la esquina de la casa de Don Aurelio, el médico. Ajustándose su descolorida gorra de visera de pana que había sido marrón en sus orígenes, se paró, giró sobre sus talones y alargó la guiada hacia atrás. Dos enormes vacas, inclinada la testuz, aparecieron tirando del primer carro. Detrás otro y otro, hasta cuatro. Venían cargados de sacos de trigo y al llegar todos a la Plaza pararon. Las vacas acusaban el esfuerzo de la cuesta de la carretera de Logrosán, con una gran pendiente desde el río de Los Molinos hasta la citada Plaza, y necesitaban un descanso para después poder enfilar la calle Honda (de nuevo aspírese la h) con nuevos bríos. Nos encaramamos en los sacos del que guiaba Fujino mientras éste bromeaba con nosotros.
Era Fujino un mozo muy singular: alto, delgado, de nariz un tanto aguileña y rasgos acusados tenía las mejillas hundidas, los pómulos angulosos y destacados, y los ojos, bajo unas cejas densamente pobladas, negros y brillantes. Destacaba su barba cerrada y negra..
Pese al bochorno de agosto, llevaba sobre los hombros una chaqueta de pana gruesa cuyos bolsillos parecía iban a reventar en cualquier momento.¡A saber qué ocultos tesoros guardaba allí!. La manga izquierda estaba atada en su extremo por un cordel y colgaba tiesa. Seguramente un almacén portátil de cosas imprescindibles en la siega y el acarreo. Colgadas de una de las varas del carro, en una esquina, unas bamboleantes alforjas de tiras.
Los carros reemprendieron la marcha cargados de esfuerzos, sudores, sementeras y esperanzas. Tumbados en los sacos dejábamos vagar nuestra fantasía por mil mundos de aventuras. Al llegar a la gran puerta de entrada a los corrales y almacenes que da a la calle Honda, la Máxima, con azul uniforme de rayitas blancas terminaba de abrirlas. Desde la esquina de su casa, tío José “Pelaílla” nos largaba una monumental bronca por bromear unos con otros encaramados en los sacos. Saltamos al suelo y salimos corriendo. Nos sentamos en las desgastadas y desconchadas escaleras del Rollino junto a otros muchachos más o menos de nuestra edad que allí se encontraban.
Los últimos rayos del sol se perdían ya entre los lejanos encinares y teñían la Plaza de rojizos reflejos. La tarde se tornaba plácida y el olor a mies impregnaba el aire. Nicanor “Sopinas” pasó al galope de su caballo llevando otro de la brida. Aquí y allá se iban formando corrillos de hombres que charlaban y fumaban sosegadamente, sin prisas, dejando que el tiempo pasara junto a ellos sin apenas rozarlos ni inquietarlos, con esa tranquila rutina de lo cotidiano e inevitable de las plazas de los pueblos extremeños.
Sonó el esquilón de la iglesia y las hermanas Sánchez, Maruja y Loli, “las Sánchez”, pasaron a apresuradas y cogidas del brazo, debía ser el último toque…
Continuaban pasando caballerías cargadas camino de casa. Tío Juan Pedro “Canelo”, caballero en su burra, marchaba a regar al Pero. Su turno empezaba a las diez y la tierra estaba sedienta. Volvería de madrugada con el serón lleno de sabrosas frutas y hortalizas con los esféricos y pletóricos tomates haciendo brillar sus rojos a los primeros rayos del sol que cada mañana veraniega aparecían tímidos y como avergonzados por detrás de los canchos de la Sierra.
Muy cerca de nosotros, don Bernardo (el alcalde) y Ángel Cerro charlaban animadamente. Pronto se les unió don Lorenzo, don Lorencito, padre de mi amigo Rafa y de desconocida profesión que me había rebautizado. La cosa fue así:
Por aquel entonces se jugaba mucho a los toros en la plaza y los muchachos improvisábamos cada tarde veraniega un montón de corridas de toros cuyos papeles se repartían según gustos. A mí me entusiasmaba hacer de torero y por coincidir con mi nombre, don Lorencito comenzó a llamarme con el de un torero que triunfaba por entonces: José Luís “el de Utrera”. Pronto la inclinación popular, sobre todo de la chavalería, a la economía del lenguaje convertiría aquello en José Luis Lutrera, en principio, y seguidamente en Pepe Lutrera, apodo por el que me siguen conociendo muchos de mi generación.
Tío Serafín pasó apresurado y voceante como en él solía ser habitual. Era la hora de dar la luz. Tal operación consistía en accionar el mecanismo que permitía el paso de la corriente eléctrica desde el transformador, situado junto a la fábrica de harinas, en la calle Pizarro, a la red local. Durante el día no había corriente.
Un grupo de muchachos corrimos junto a él para presenciar en directo tan “mágico prodigio”. Sabíamos que tras el mismo llegaba el momento de que cada uno hiciese acto de presencia en su casa. A partir de ese momento, los juegos eran en cada barrio, en cada calle, bajo la vigilancia de los mayores que tomaban el fresco en animadas tertulias.
Un grupo de muchachos mayores capitaneados por Quico “Obispo” había comenzado ajugar a la “húrria” (aspírese la h profundamente). Más allá Juan Pedro Tejero, Daniel (el del Guardamontes), Coleto, Fulgencio Colorín, Manolo Quiste y otros cuantos organizaban un “burro arrengao” con grandes voces y aspavientos. Sandalio Merino, que andaba por allí de espectador, se encargaba de azuzar a unos y otros para que el barullo fuese mayor.
Para nosotros había llegado la hora de marchar a casa. La luz del día acabó de extinguirse. Por las calles pasaban silenciosas las últimas caballerías haciendo sonar sus cascos en el empedrado. Las clásicas tertulias veraniegas comenzaban a formarse.
Nos cruzamos con Fujino que había terminados sus tareas. Le saludamos alegres. Él entró a su vez a saludar a Demetrio en el bar de la Plaza.