BERZOCANA.- La fiesta de La Aparición de 2013
La víspera
Veinticinco de octubre. Llueve intensamente. La cadena de las Villuercas aparece y desaparece entre las capas de agua que dejan caer las nubes. A ratos, las nubes bajas hacen desaparecer todos los contornos y la carretera se difumina ante el cristal del coche batido por los limpias.
Pese a que son las cinco de la tarde aparenta estar anocheciendo. Llegamos a Berzocana y continúa lloviendo. No se si mañana, día de La Aparición de los Santos Fulgencio y Florentina, podrá celebrase la preceptiva procesión.
Hace al menos medio siglo, cincuenta años, que no estoy en Berzocana por esta festividad. Mi mujer, Maribel no ha estado nunca. Una pequeña corrección. Acudí a Berzocana el día 26 de octubre en dos ocasiones: la apertura y clausura del Año Santo. Por esas especiales circunstancias que llenaron pueblo y calles de fieles no puedo considerar esas fechas como celebración del Día de la Aparición en su pleno y verdadero sentido berzocaniego, en la intimidad de sus gentes
Entro en el pueblo por la Cruz de los Santos. Tan solo hay un coche aparcado junto a la iglesia en la Cruz de Piedra. Las calles están oscuras y solitarias. Inexplicablemente aparco junto a la puerta de casa. Llueve.
Hacia las nueve de la noche el agua comienza a remitir. Como es víspera de festivo y viernes decidimos salir a ver el ambiente. Las calles están con muy poca luz y totalmente solitarias. Cruzamos la plaza sin ver a nadie; ni rastro de las terrazas y el bullicio veraniego. Ni siquiera el de Semana Santa. Está casi llena de coches y oscura. Esta oscuridad repetitiva es lo que más llama la atención de Maribel acostumbrada a la luminosidad veraniega.
En el Bar de Juanito Valores, apenas media docena de parroquianos. Los de diario, los que viven en el pueblo todo el año, siguen el telediario. En algún momento se alcanzó la docena, pero rápidamente bajó de nuevo el personal. Cuando salimos quedan cuatro.
La plaza continúa silenciosa y solitaria. No hay un solo ruido. No nos encontramos con nadie. El bar que fue “Los Faroles”, cerrado. En la puerta de su bar, Pedro fuma un cigarro. Dentro no hay nadie, tan solo Loli limpia y coloca tras el mostrador. Paramos a saludarlos y decidimos tomar una cerveza. Como tres son fumadores, terminamos en la puerta. Tampoco hubiese sucedido nada si hubiesen fumado dentro, ni había nadie si se esperaba
-¡Es lo que hay. Esto es una ruina!, dice Pedro en una de sus expresiones habituales y características.
Espera que con el puente de Todos los Santos se anime algo el personal y la parada economía hostelera se mueva.
-Mañana habrá algo, pero no te creas que mucho, y eso si el tiempo acompaña.
Cuando nos marchamos llegan tres clientes. Dos de ellos estaban antes en Valores.
La festividad
Salgo a la nueve de la mañana con mi perra Raisa. El tiempo ha cambiado radicalmente. Por el oeste, el cielo aparece limpio y azul. Tan solo por el puerto de Cañamero se ven unas nubes negras y bajas. Hace fresquito, pero no frío. Por la Fuente de las Carretas cojo la pista que lleva a la Concepción en la que se han efectuado algunas obras de arreglo del piso y contención de muros. No me encuentro con nadie hasta de vuelta, ya para el pueblo, por el camino de siempre. El estallido de un par de cohetes anuncia a los berzocaniegos que hoy es fiesta.
Hay que ponerse guapo para la festividad. Chaqueta y corbata. Luce el sol y mi madre, como otros berzocaniegos, lo tiene clarísimo:
-Ya sabía yo que Nuestros Santos Benditos no nos iban a fallar. Habrá procesión.
Repican las campanas y vuelven a sonar los cohetes. Primera sorpresa: en el atrio apenas hay una media docena de hombres. Segunda: todos lucen impecables trajes y corbatas.
Este detalle es el que llama más mi atención. Gran parte de los hombres que acuden a la iglesia lo hacen con traje y corbata, algo que contrasta con lo que sucede en las Fiestas donde abunda las mangas cortas y las camisas de colorines.
Se inicia la procesión. Me da la impresión de que va muy poca gente. La referencia veraniega vuelve a distorsionar mi perspectiva. No hay tanto saludeteo, ni tantas cámaras fotográficas, ni tanta charlatanería en las filas.
Seguro que a muchos de ustedes, los que me leen, les hubiese pasado igual: el Arca no iba en la procesión, tan solo las imágenes de San Fulgencio y Florentina y los relicarios. La sensación era extraña. Una procesión sin el Arca era algo que se había difuminado en la memoria de los años.
Bajo hasta la plaza para esperar la llegada de la procesión y tirar algunas fotos. Apenas un par de paisanos en la misma. Las calles están solitarias y tan solo se oye el repicar de las campanas. El hecho de que la plaza esté llena de coches vuelve a llamar mi atención.
Las imágenes de los Santos llegan prácticamente juntas, arropadas por las gentes que viven todo el año en el pueblo. La intimidad de la vivencia se plasma en el momento. Los cánticos de siempre, con el característico arrastrar de sílabas y especialmente de las vocales en los finales de estrofa, suenan de otra forma. Por un momento me parece ver la figura de mi padre en el medio de las filas dirigiendo los cánticos. Junto al cura, los cofrades de aquellos años, entonces jóvenes, y la mayor parte de ellos ya desaparecidos.
No hay carreras para coger sitio. En los bancos de la iglesia hay lugar para todos y la misa transcurre sin los alborotos de los veranos. Tan solo un cámara de la televisión regional extremeña va y viene distrayendo la atención de los fieles.
Don José Manuel cierra las puertas del sarcófago que guarda las reliquias de los Santos y que siempre, sea la festividad que sea, conforma un momento emotivo para los berzocaniegos. No se volverá a abrir hasta el 16 de enero, día de San Fulgencio, patrón de la diócesis de Plasencia.
De nuevo una contradicción. Da gusto recorrer los tres bares abiertos. Hay sitio en todos y se charla sin mayor problema. El tiempo permite la aparición de algunas mesas en las terrazas de la plaza. Hacia las tres de la tarde apenas quedamos un puñado de fieles recalcitrantes en el bar de Pedro.
La tarde la dedicamos a pasear y a charlar en casa. Decidimos no salir por la noche. Mi hermano Miguel, ante mi perplejidad, llega apenas pasadas las once y media de la noche. Ya no queda nadie, me dice.
Después de medio siglo viví de nuevo el Día de la Aparición como antes, como cuando era niño. Y las caras y calles de entonces acudieron de nuevo a mi memoria.