Remembranzas berzocaniegas. Mayo, el mes de Las Flores
Mayo. El sol comenzaba a calentar y, aunque alternaba con lluvias, ya permitía que nos desembarazásemos de la engorrosa ropa de abrigo y nos encontrásemos mucho más ligeros para desarrollar nuestros juegos y aventuras. El ir a la escuela, ya sin frío, no era tan duro y el sol, picando en la piel de brazos y piernas, hacía que la sangre corriese más deprisa y, unos y otros, nos sintiésemos más primaverales, al igual que sucedía con los campos donde el verde de los sembrados y el blanco y amarillo de las flores de las retamas se hacía dueños y señores del entorno de Berzocana.
Pero mayo era esencialmente el Mes de las Flores con todo lo que ello conllevaba. Corrían los años cincuenta y gobierno e Iglesia dominaban todas las esferas de la vida pese a que nosotros, por nuestra edad, no éramos muy conscientes de ello inmersos en nuestros juegos y en recorrer una y otra vez las calles de la villa sin cortapisa alguna. Entonces ni el tiempo impedía nuestros juegos al aire libre. Es más, casi ni nos constipábamos y no teníamos ni idea de qué era eso de las ahora tan abundantes alergias. Sí éramos expertos en escalabrauras o pitaeras (consecuencias de las peleas a pedradas), raspones, rozaduras y heridas de todo tipo, así como por el contrario éramos expertos en el tratamiento con meaos de las picaduras de avispas y otros e incluso de las de las ortigas. También lo éramos para que ni pitaeras ni picaduras nos las detectasen en casa y no nos castigasen a no salir.
Llegada la tarde y agonizando ya el horario escolar, don Pedro, el maestro, se levantaba de repente, tomaba un palo corto y brillante de grosor del dedo índice que le servía de batuta y se arrancaba sin más preámbulos:
“Venid y vamos todos, con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es…”
Como impulsados por un resorte, los alrededor de cuarenta alumnos de clase nos levantábamos con gran ruido de carteras y material escolar que recogíamos alborotadamente mientras los asientos abatibles de aquellas mesas dobles golpeaban fuerte contra los respaldos (hecho que más de una vez nos costó algún que otro mamporro) y a voz en grito nos incorporábamos al canto arrastrando las vocales a más no poder:
De nueeevo aquí nos tieeeenes purííísima donceeella, más que la luna beeella, prostaaados a tus pieees…”
Lo de llevar flores a María lo teníamos claro, pero lo de llevárselas a Porfía no lo entendíamos muy bien ya que ninguno sabíamos quien era la tal. Miguel González Esquelina, que debía de estar mostrando ya su vena de abogado, preguntaba una y otra vez quien era esa Porfía a la que nosotros, sin saber en absoluto por qué, otorgábamos mayúscula de nombre propio en lugar del sustantivo común que hace referencia a algo que se mantiene con insistencia y tenacidad.
Claro que no era esta tan solo la duda metódica que mantenía ya que también solía interrogarnos sobre quién era un tal Rivera que tenía primos en todos los pueblos ya que en todos los del entorno, y en el nuestro también, había una calle destinada precisamente a un Primo de Rivera. En este caso, y por las mismas razones inexplicables de nuestra lógica infantil, quitábamos la mayúscula y el apellido Primo pasaba a ser el sustantivo de parentesco primo
Pero volvamos a Las Flores escolares. Terminado el canto inicial y ya con pesadez y en un relativo silencio iniciábamos, con ritmo cansino y canturreante la siguiente oración:
“Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! que jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado. Animado por esta confianza, a Vos acudo, Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante Vos. Madre de Dios, no desechéis mis súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén”.
(Los puntos y comas los coloco aquí para su comprensión, entonces iba todo seguido y recitado, de ahí que dijésemos o entendiésemos muchas barbaridades).
El rezo del rosario era una pesadez y lo llevábamos muy mal. Los “Ave María” de D. Pedro eran rítmicos y sosegados. Al terminar, nosotros nos lanzábamos impetuosos sobre el “Santa María” a toda velocidad en medio de un total embarullamiento. Teníamos prisa por salir. Pero ya, ya. Con D. Pedro esos trucos no valían. En cuanto percibía el descarrilamiento oratorio nos hacía repetir hasta conseguir la cadencia adecuada.
Tal volvía a suceder con las letanías que rezábamos en latín:
Kyrie, eléison. (Ésta y las siguientes se repetían)
Christe, eléison.
Kyrie, eléison.
Christe, áudi nos.
Christe, exáudi nos.
También nos pasábamos de frenada a cada cambio. Tras la larga lista que iba de “Sancta María” a “Regían Pacis”, a las que contestábamos “ora pro nobis”, (todo junto) cuando llegaba el “Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi”, en lugar del “Parce nobis, Dómine”, (también todo junto) nosotros seguíamos disparados con nuestro orapronobis. Ello levaba a volver un tanto atrás para que nos mostrásemos atentos. Don Pedro no pasaba una.
La última oración no la recuerdo entera, pero si este trozo:
“Oh cariñosa Madre mía María!. Ha llegado para nosotros la hora de separarnos y nuestros corazones se ven precisados a daros la despedida llenos de pena y sentimiento. Por eso, y con la misma naturalidad con que el agua busca el nivel y la piedra desprendida de la cima del monte busca el fondo del valle donde encontrar reposo, así nuestros inquietos corazones buscan la sombra de vuestros altares para descansar……”
Se acercaba el fin de la jornada y se palpaba en el ambiente. Cuando la oración se acercaba a su final, los más inquietos comenzaban a coger las carteras exponiéndose a recibir algún mamporro por su precipitación.
Pero la modorra creada por la rutina monocorde del rosario desaparecía como por ensalmo cuando don Pedro cerraba el libro y entonaba:
“Tomad Virgen Pura….
Nos poníamos en pié como si tuviésemos muelles en las rodillas y a la vez que comenzábamos a cargar las carteras y alineándonos cada uno al lado que le correspondía de la mesa gritábamos como posesos siguiendo el inicio de don Pedro:
“….nuestros corazooones, nooo nos abandooones, ¡jamáaaas!, ¡jamáaaas!….
Y aquí llegábamos al éxtasis de entrega y entusiasmo.
“¡¡¡¡NOOOOO NOS ABANDOOOOOONES!!!!, ¡JAMÁAAAAAAS!, ¡JAAAAAMAS!
La mayoría de las veces con el último “jamàs”, los primeros de mis compañeros ya habían alcanzado la puerta y salían disparados como balas para intentar cada uno en ser el primero en llegar a la carretera de Logrosán e iniciar toda una serie de juegos, carreras y maldades. Todavía quedaba mucha tarde que aprovechar.