LA PLAZA VIEJA. Remembranzas de la niñez
Nota: Como recordarán mis lectores entre agosto del 2012 y febrero del 2013 la desidia de la empresa que sustentaba el servidor de la página motivó la pérdida de bastantes artículos, artículos que, poco a poco, vamos recuperando y volviendo a colocar aquí. Hoy lo hacemos con este
LA PLAZA VIEJA
La Plaza Vieja era entonces otra plaza muy distinta de la actual. Empedrada y limpia se mostraba bulliciosa y alegra en los atardeceres y solariega y didáctica en las nocturnas calmas veraniegas. Tan solo era vieja como contraposición a la del Ayuntamiento diseñada muy posteriormente
Tráfico de caballerías, reatas de acarreo en ida y vuelta a la era de La Mocara. Voces de chiquillos en sandalias de goma y mocos en la nariz; gallinas picoteando aquí y acullá; mujeres cosiendo y remendando en puertas y soportales… voces. No, no era una plaza vieja, era una plaza viva.
A los que entonces hacíamos “incursiones de guerra” por el callejón de tía Julia no nos es muy difícil recordar todo aquello aunque caras, perfiles y actitudes se desvanezcan en la pátina del tiempo: No así el regruñir de tío Pedro “Parao” al que sentaban a demonios nuestras batallas en el citado callejón: Menos mal que Horacio “Varenes”, con su eterno pitillo entre índice y pulgar, solía avisarnos en numerosas ocasiones de la llegada de aquel. En otras… en otras nos tomaba el pelo con múltiple regocijo por su parte. Tío Horacio fue hasta su muerte un verdadero cachondo de la vida. ¡Cómo le gustaban los chavales y sus pillerías!. Muchas veces era él peor que ellos. Tanto es así que en otras tantas ocasiones muchas veces su mujer, tía Julia, tenia que llamarle al orden por intervenir en nuestros juegos.
Años después habría de enterarme de que se hicieron novios interpretando un papel de tales en una obra de teatro. Tratándose de Varenes ello tenía que haber sucedido de una forma original. ¡Faltaría más¡.
En época veraniega, cuando la somnolencia aletargaba a los mayores y las escapadas por las calles vacía del pueblo eran toda una aventura, solíamos bajar hacia la citada plaza entrando por la calle de La Corte y doblando después por la estrecha calle donde vivía tío Marchena dejarnos caer en rápida carrera por la pendiente tras pegar algún aldabonazo que otro en las cerradas puertas del vecindario.
A esas horas la plaza se presentaba silenciosa y asolanada. Por el camino de la Concepción, las chicharras desgranaban su monótona cantinela de siega y trilla. Las puertas cerradas. Las sombras, inexistentes salvo en algún que otro soportal. Los langostos (saltamontes) huyendo aterrorizados de nuestras manos que los sometían a no muy ortodoxas operaciones quirúrgicas aún cuando no existiese rotura o enfermedad alguna. Luís “Guarrino” acababa de descubrir un hormiguero cerca de la puerta de “Las Chivinas” y toda nuestra actividad se centró alrededor de él. Con pajas desviábamos a las hormigas de su ruta y las hacíamos perder su carga una y mil veces. Con nuestro bullicio no dejábamos dormir a los vecinos y pronto, desde una ventana, nos echaron a cajas destempladas.
Los viejos eran los primeros en comenzar a moverse tras la siesta. Salían con parsimonia, cerraban el portón, buscaban un cachín de sombra y, tirando de petaca y librito, liaban calmosos un cigarro entre carraspeos.
Por aquella época vivía en la plaza una moza pequeña, morena, salerosa y de nariz respingona. No se porqué me acuerdo tan bien de ella. Se llamaba, y se sigue llamando, Aurora. Su padre, si la memoria no me falla, era tío Quiquino. Tenía otra hermana y unos cuantos hermanos. Ellas, las Penachas, las Chivinas y algunas otras eran las culpables del ir y venir de los mozos en los anocheceres. Ellos rondaban y nosotros curioseábamos. ¿ Se seguirá rondando ahora?.
Muchas caras me vienen a la memoria, pero los nombres se han ido perdiendo por pueblos y carreteras entre más nombres y hombre, entre el polvo del camino y los cambios del trabajo y el vivir.
La Plaza Vieja ya no es la misma. Apenas un par de fachadas recuerdan aquella otra. Hay una fuente en el medio, y flores, pero está más triste y solitaria. Los niños han desaparecido y nadie, ni siquiera el ruido de animales, perturba la paz de la siesta. Y no es la nostalgia de la niñez la que me hace notar esta tristeza: Mucha casas permanecen cerradas durante casi todo el año. La emigración se llevó a casi todos los mozos y niños de entonces. Tras las puertas unos pocos viejos y muchas nostalgias.
El camino de La Mocara es un recuerdo perdido en la mente de muchos. Hasta el camino de la Concepción ha quedado reducido a paseo de los mayores con algún que otro desgranar de rosarios silenciosos del algunas mujeres. Tan solo, como fantasmas diluidos en la bruma de un tiempo perdido, pasan por la mente la reatas de mulos y burros… el bronco cantar de la trilla y el croar de las ranas en las charcas Los Cercaos. Ni éstos tienen ya trigo ni los mozos rondas. La plaza ha ido languideciendo poco a poco, como el pueblo, como tantos y tantos pueblos extremeños.
Algún que otro viejo fumaba este verano en silencio en un rincón con nostalgias de besanas y sueños de estudiantina: la plaza ya no es vieja, la han remozado, pero, ¡ah!, ahora la Plaza Vieja es una plaza de verano muerta en invierno.