CANGAS DEL NARCEA: El pregón de Joaquín Pixán
Como ya les contamos, la megafonía instalada en el balcón del ayuntamiento para el pregón de las fiestas del Carmen dejó mucho que desear y, salvo los que estaban muy cerca de los altavoces, la práctica totalidad del pregón leído por Joaquín Pixán pasó prácticamente desapercibido. Por ello, y con el fin de que el mismo pueda ser conocido tanto por los que no lo escucharon por el problema citado o por hallarse fuera de la villa, lo reproducimos aquí en su integridad:
“Queridos amigos y convecinos:
Si el oficio de pregonero consiste, como es de ley, en anunciar y proclamar lo nuevo, me pregunto qué os puedo decir yo de Cangas y sus fiestas que vosotros no sepáis. Me limitaré, por tanto, a prestar mi voz, según el uso de los pregones romanos; esto es, para llamaros y convocaros a la fiesta, que ya se está haciendo grande en estas horas. Vuelvo hoy a Cangas -como decía un escritor de la hermana Galicia- «con el temblor con que se vuelve a los amores primeros». Siempre encuentro en Cangas, y muy especialmente hoy, algo de la primera vez que la vi: la sorpresa, lo inesperado, la pasión de lo nuevo. La Cangas que contemplo ahora, tras una larga mudanza de casi sesenta años, guarda para mí algo de la emoción de mi primera visita. Venía yo de mi cuna, de la entonces llamada Peján, escrito con jota bien castellana ya que la imperante uniformidad fonética oficial nos había privado de la equis asturiana. En Pixán nací, allí me crié y de allí recibí el nombre que, por decisión de muchos de vosotros, me acompaña en mi peregrinaje profesional. Tenía yo unos tres años cuando llegué por vez primera a Cangas desde mi casa. Mi abuela Josefa y yo recorrimos los seis kilómetros que separan la aldea de la villa en hora y media, un rato a pie y otro sirviéndonos del «hermano burro», por decirlo al modo franciscano. Tenía sentido iniciático aquel viaje porque se trataba, nada menos, que de instalarme en la casa de mis tíos Irene y Victorino. Como sus nombres no les dirán nada, les descubro que fueron los fundadores del bar Químico, que todavía hoy goza de buena salud y buen género, aquí al lado, en el Barrio Nuevo. Como hoy va de recuerdos, les contaré de dónde viene el nombre de Químico. Al bar de Victorino acudió una tarde, como solía, un cliente apodado «Pládano», bien conocido en Cangas, y pidió el vaso de vino acostumbrado. Como no quedaba en la frasca, Victorino acudió a la bodega, alojada fuera del bar. Hubo de juntar vino de dos barricas y, entre destape y cierre, se le fueron los minutos. Al regresar, «Pládano», escaldado, le espetó: «Estabas quimicando, ¿eh, Victorino?». El remoquete de «quimicando» hizo fortuna y mi tío político, que tenía dotes publicitarias sin saberlo, aprovechó el tirón y rebautizó el establecimiento, que luego tuvo sus años de máximo esplendor regido por mi primo Alfonso y su mujer Ana. Me quedé, pues, en Cangas y entré en la escuela del convento de las monjas. Más tarde pasé a la escuela pública con don Benito Pastrana, una especie de tutor para mí. Son imágenes entre la niebla, pero recuerdo muy bien, eso sí, que nos daban a media mañana un vaso de leche en polvo, que la llamaban «americana» y tenía el objetivo de cubrir las carencias de nuestra alimentación. En aquella escuela precaria aprendí las primeras letras y gané mis primeros amigos, de esos que lo son para siempre. En los meses de verano volvía al pueblo y al contacto con las labores de labranza y la ganadería. Mucho tiempo después supe dar por buenas aquellas dos vivencias, la de la villa y la de la aldea, en las que todavía hoy me reconozco.
El marco de mi niñez está poblado de figuras entrañables. Entre las más remotas, aparece el ya legendario gaitero Fariñas, que vivió inicialmente en Sienra y se trasladó luego a Ambasaguas -por cierto, fue a casar a Pixán-. A este barrio histórico de Cangas iba yo, ya adolescente, a comprar los primeros cigarrillos que nos vendía D. Ibo. Pero vuelvo a Fariñas, cuyo verdadero nombre era José García Tuñón, porque algo tuvo que ver con lo que aconteció después. Fariñas sentía la música por encima de todas las cosas y fue un gran innovador de la gaita; sin duda, gracias a su gran maestro Dionísio de la Regla, como él mismo confesaba. Solía incitarme a cantar y acompañarme con su gaita. Lo hacíamos con frecuencia en el Químico. Me subían al mostrador; pienso si sería para hacerme ver o para estar a la altura de la tesitura de la gaita. Fariñas se entusiasmaba, y, en una ocasión, se dejó llevar por el afecto, diciendo: «Este nenu tién más voz que la mía gaita». ¡Cómo podría yo olvidar al primero de mis valedores artísticos! Guardo unas líneas de este pregón al recuerdo de las fiestas: las atracciones de feria, el traje nuevo, María «la avellanera», que venía desde Fonceca con su cesta de golosinas -avellanas y rosquillas, entre ellas- y que gozaba de un don intuitivo para el marketing. Se anunciaba así, nada más llegar, a las seis de la tarde: «avellanas, mozo, que marcho pa casa». Y así, durante doce horas?
El momento más apasionante de las fiestas, sin duda, llegaba con los «voladores». Como en Cangas gustamos de la fiesta estruendosa, yo me estremecía con la Descarga, que se producía, con religiosa puntualidad, el día 16 de julio y alcanzaba, y alcanza aún, su momento de máxima emoción cuando la procesión de la Virgen del Carmen cruza el puente romano. Al finalizar la traca, allá salíamos de estampida a la captura de las varillas un tropel de niños, liderados por los hijos de popular Joselillo, que eran más listos que el resto de la pandilla. En la fiesta patronal, Cangas sentaba magisterio en la comarca por la música. Era una época de una economía emergente, unida al carbón, y esa prosperidad no ponía reparo a la factura de las orquestas; permitidme recordar al gran Marino y la estupenda orquesta «Nopal» que tantas buenas notas puso en las parejas de baile de la época. Hasta dos orquestas se turnaban en cada plaza, llenando el pueblo entero de verbenas. Cuatro o cinco grupos musicales sonaban en un mismo día en otros tantos emplazamientos. Era uno de nuestros excesos ya rituales, como la liturgia del vino.
El vino es tan antiguo entre nosotros como la memoria misma de Cangas. Amamos nuestro vino y nuestro vino nos recompensa. Tan tradicional es el trato con el vino que al hecho de beberlo lo llamamos «apagar la sede», y así vamos trasegando nuestros caldos ácidos, de ocho o nueve grados -estoy hablando de los caldos de la época; los de hoy, excelentes, cumplen con los parámetros de calidad que el exigente mercado demanda-. Degustar vino con moderación es más que un ritual, es un mandamiento. No consta si Camilo José Cela acababa de catar nuestro blanco «albarín» cuando escribió: «Es necio quien no ama el vino, las mujeres y las canciones? No caigamos nosotros en la ruda necedad de la abstinencia, la continencia y la sordera». Ni quito ni pongo una coma. Además del vino de la fiesta -¿acaso hay fiesta sin vino?- el trato con la viña me viene de Pixán. En más de una ocasión me tocó limpiar el interior de aquellas colosales tinas de mi casa, y empequeñecido dentro de aquel espacio y entretenido con el canto, descubrí que aquel recinto de madera halagaba mi voz y la hacía sonar más firme que cuando cantaba al aire libre. Algo tenía la tina de precursor auditorio. Tenía ya entonces, en la voz y en el alma, mis primeras canciones, aprendidas de mis mayores. Antonio, mi padre, tenía unas dotes naturales para el canto y para el baile poco comunes, y las cultivaba con profunda vocación. De él aprendí aquella tonada que muchos recordarán:
(cantado)
Ay de mí, que me oscurece a la baxada del monte; Maruxina de los Llanos, dame posada esta noche.
Como en mi familia el canto viene de lejos, aún guardo en la memoria una canción que mi abuela María repetía a la menor ocasión. Comenzaba así:
(cantado)
A la entrada de Oviedo y a la salida, hay una panadera que mucho me mira
Oliva, mi madre, quizá como contraste necesario a las veleidades de esa primera época de formación como persona y como profesional, estaba más en la necesidad del estudio y del trabajo. Vaya esto a modo de homenaje a nuestras madres y mujeres que son las que tienen el sentido pragmático de la vida.
A los 13 años pasé el puerto de Leitariegos, desde luego no cantando; tenía otras preocupaciones por descubrir el más allá. Y ciertamente era el más allá, Madrid me pareció muy, muy lejano. Bien es verdad que iba en un camión de reparto de mercancía que, si no recuerdo mal, creo se llamaba el Carchuleiro. Durante los tres primeros años en la capital del reino desempeñé las tareas que me encomendaron (recogía los zapatos, limpiaba las lunas del escaparate y todas aquellas tareas que eran propias del «pinche», lo que era por aquel entonces, en la zapatería de mis tíos). Eso sí, tuve tiempo de ganar el primer premio de canto en un concurso presentado por el famoso y ya legendario Bobby Deglané en Radio España. Por lo que me cuentan, era un tanto rebelde y mis tíos, ante la tremenda responsabilidad de educar a un chaval de 14 años, optaron por devolverme al lugar de procedencia, o sea Cangas de nuevo. Así que a los 16 estaba de regreso en Pixán. Y fue en esta etapa de retorno cuando conocí bien la Sierra del Pando que desemboca en el Cascarín, por los caminos de carros que conducían a la capital del concejo. Caballero en mi caballo, en marcha nocturna y clandestina, acudía yo a ver pasar a mi amor platónico. Y os digo en voz baja: quien no vivió algo así a los 17 años, ¿no habrá perdido un pedazo irrecuperable de la vida? Más tarde volví a Madrid de la mano del conocido maestro Casanova, también cangués, y comencé mi formación musical y artística que ha devenido en lo que es hoy.
En esta villa están, como veis, los albores y los buenos sabores de mi vida. Puedo decir que hoy vuelvo a ella sin haberme marchado nunca. De aquel recuerdo de los «voladores» me llegó con el tiempo el honor de ser nombrado socio honorario de la Asociación de Peñas de la Pólvora, y quiero resaltar la importancia que en las fiestas del Carmen tienen las peñas de hoy. Vienen a sintetizar el sentir colectivo y a potenciar y exaltar el valor supremo de la «amistad». Déjenme decirles también que quizá por haber sido aprendiz de viticultor se me concedió hace unos años la honrosa «Cepa de oro». Al lado del vino, de los amigos (como Pepe del Blanco, también de Pixán), de la fiesta que ya avanza incontenible en las calles, se le permitirá a este pregonero que proclame el sentimiento de toda Cangas hacia nuestros hermanos, hijos, amigos mineros? obligados hoy a probar el vino amargo de la vida. Séneca decía que un pueblo consiste «en sentir en común». Pues bien, hoy sentimos en común la zozobra -que ya está haciendo historia- de los hombres de la mina, de las manos forjadas en el carbón. Al igual que Egipto «es el don del Nilo», Asturias es muchas cosas pero también es la mina. Desde niño, siento un respeto emocionado por los hombres que bajan a buscar la mena y en ocasiones se encuentran con una ráfaga de grisú. Yo he cantado esa forma de vida muchas veces. Y lo haré hoy de nuevo. No sabría sentir con vosotros de otro modo. No sabría pregonar esta fiesta de mejor manera.
(cantado)
«Si yo fuera picador».
Muchas gracias.